La cuarta de
las guerras civiles entre españoles, desde su inaugurada en 1808
contemporaneidad de compatriotas, comenzó en el verano de 1936. Demasiado siglo
XX.
¡Cómo de
profunda es la crisis social y política, cómo de enfurecida la polarización de
la sociedad, cómo ha de ser la situación para que se produzca, contra el
deteriorado orden constitucional de la tambaleante Segunda República española,
una sublevación militar en el protectorado español de Marruecos y se declare el
estado de guerra el 17 de julio del año 1936! ¿O no habría sido preciso ese
ambiente de aliento de pozo para que el que se dará en llamar Alzamiento
nacional se adelantara sobre lo previsto? ¿Fueron unos extraterrestres quienes
fracasarán en aquellos días de julio en su pronunciamiento decimonónico fuera
de cacho y con su bravata defectuosa forzarán una guerra civil, la Guerra Civil
española? Los rebeldes que se alzaron contra el Gobierno
constitucional republicano en julio del año 36 del siglo XX justificaron su
traición como la única salida posible para evitar una revolución, si bien lo
que en realidad lograron de inmediato fue provocar con el fracaso de su golpe
sedicioso esa revolución, pues al desmoronar la capacidad coercitiva del Estado
en los territorios que no apoyaron la rebelión, el resultado de la sublevación
encabezada por los militares ultraconservadores no fue otro que las fuerzas del
movimiento obrero más concienciado recibieran el impulso definitivo a su
vocación revolucionaria. Los conjurados, que venían tramando su conspiración
casi desde el mismo 14 de abril del 31, aceleran sus pasos la primavera del 36.
Bastantes de los altos mandos militares se van uniendo a la sedición y
rodeándose de los promotores ideológicos de la misma, sobre todo monárquicos
borbónicos o carlistas pero también seguidores de los variopintos grupos
parafascistas surgidos a imitación de las corrientes en alza en la Europa del
momento, con el tinte castizo propio de la extrema derecha española, y
numerosos simpatizantes y militantes de partidos menos comprometidos con las
nuevas formas del autoritarismo occidental.
Pero para que se diera una guerra, una guerra civil, fue
necesario que los españoles, implicados por las buenas o por las malas en el
desaguisado, se concienciaran de que era un conflicto bélico en todas sus
dimensiones lo que había estallado después del éxito del pronunciamiento
militar en el norte de África y del consiguiente fracaso de los sublevados a la
hora de arrastrar al resto del país.
Entre el verano de 1936 y la primavera de 1939, el
estupefacto siglo XX de los españoles se convierte en un periodo de
enfrentamiento bélico entre los aglutinados partidarios de acabar violentamente
con el régimen republicano instaurado en 1931, de un lado, y los dispares
defensores de los principios básicos de la legitimidad constitucional o de los
avances sociales acometidos o por acometer por la República amenazada, del otro.
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