Autorretrato, de Emilio Gavilanes

Aunque toda mi vida he vivido en Madrid, casi todos mis antepasados son de dos aldeas del noroeste que distan un par de kilómetros. Soy como un iceberg, con una pequeña parte visible urbanita y una gran masa sumergida, invisible, campesina.
He fumado durante dos épocas en mi vida. La primera, durante dos años. Aunque el tabaco no me sentaba bien, tardé tiempo en dejarlo. Y la segunda, durante cinco años. Esa vez lo dejé sin esfuerzo, de repente, un día en que me vi desde fuera de mí mismo, y descubrí que yo realmente no era fumador. Que era una pose.
El libro que más veces he leído —Los libros condenados, de Jacques Bergier— no es en absoluto mi libro favorito, ni el libro con el que más he disfrutado.
Me gusta el agua en todas sus manifestaciones.
Cuando me imagino mi entierro acabo llorando, como algunos asistentes.
Me pasé toda mi infancia y mi adolescencia jugando al fútbol. En nada he vuelto a poner más talento y más sensibilidad que en ese juego.
Me gusta llevar las manos libres, quizá porque casi nunca puedo hacerlo.
Cuando sudo, me cambia el clima de los pies y de las manos.
Me gustan muy pocas poesías.
Adoro los catálogos de editoriales y las bibliografías.
No me aburre leer libros sobre la Guerra Civil o sobre la Segunda Guerra Mundial.
Cosas que odio: oír beber café a sorbitos, la tos, las habitaciones desordenadas, las habitaciones muy ordenadas. No soporto a los mandones.
Me encanta Buzzati y sus listas de “cosas que odio”.
Adoro el desierto. Fui de Assuan a Abu Simbel en un Land Rover sin aire acondicionado, cuatro horas de ida y cuatro de vuelta, y se me hizo corto.
Me gustaría escribir como Cunqueiro. A quién no.
Soy un ignorante en materia musical: Me encanta Nat King Cole y cambio todo lo que he oído de Mozart por una selección de Girl crazy, de Gershwin.
He leído docenas de libros sobre Dalí, y sobre Leonardo, y sobre Einstein, y sobre George Mallory, el alpinista que murió en el Everest, y sobre indios, y todas las novelas de Mircea Eliade, y La Diosa Blanca, de Robert Graves, y su epistolario, y los libros de etnomicología de Robert Gordon Wasson.
He leído miles de haikus.
No me gustan los prólogos. Me los salto. Salvo que sean de Borges. En ese caso lo que me salto es el libro.
Una vez se me ocurrió un cuento sobre un hombre que decide escribir su vida, todas las cosas que recuerda desde que era niño y todas las cosas que ha soñado y que ha pensado a lo largo de su vida y lo que ha visto y lo que ha oído y todo lo que se le ocurra, y como es una tarea tan gigantesca que le va a llevar tanto tiempo, compra una primera remesa de cincuenta cuadernos y se encierra a escribir con una buena provisión de comida y de bebida, y cuando lleva cuatro horas y ha rellenado treinta páginas, ya no sabe qué más escribir.
Escribir es muy difícil. Mejor dicho: escribir es muy fácil, pero escribir lo que quieres decir es muy difícil.
Me encantan los Je me souviens de Perec. Una vez los traduje, los mandé a una revista, que los recibió con alborozo, y nunca se publicaron.
Adoro a Melville, su Redburn, y los libros marineros (aquel de Austral de Dana, Dos años al pie del mástil, por ejemplo, o los cuentos de Jack London) y me habría encantado que los argumentos de Conrad —quizá los mejores de la historia de la literatura— los hubiese escrito mi amigo Robert Louis Stevenson.
Después de haber corrido miles y miles de kilómetros, a los veinte años me detectaron un soplo. Cuando fui a la mili lo aduje, con la esperanza de que fuera causa de exclusión. El médico que me atendía me auscultó con toda atención. Después de escuchar un rato, llamó a varios compañeros. ¿Me van a licenciar?, les pregunté. No, es que nunca habíamos oído un desdoblamiento del segundo tono. Hice la mili.
Me gustaría ser profanador del culto a Satán.
De joven robé miles de libros —miles—, prácticamente en todas las librerías de Madrid. No me enorgullezco de ello.
También de joven fumé miles de porros. El hachís me hacía reír y me daba mucha hambre. Algunas veces tuve experiencias “místicas”.
No soporto a la gente que habla y habla y habla y no acaba.
Cuando me cruzo con un bizco busco a mi alrededor algo de color verde.
Es raro el día que no me acuerdo de mi madre. No estuve enamorado de ella, pero la quise todo lo que se puede querer a alguien.
Me aburren los juegos de mesa.
Siempre quise llevar un brazo o una pierna escayolada. Nunca me he roto un hueso. He pasado una vez por el quirófano, de niño.
No me vuelven loco los helados.
Me acuerdo mucho de mi padre.
No me gusta la gente que se quiere hacer la original.
Cuando se despiden de mí diciendo “chao”, me suena tan bien que siempre pienso que esa es la fórmula que usaré la próxima vez para despedirme. Pero después se me olvida y siempre digo “adiós”.
Siempre se me ocurren las réplicas perfectas cuando ya es tarde. Me gusta imaginar diálogos banales.
Tengo mucha paciencia, en general. Pero con alguna gente, ninguna.
Me gusta interpretar los sueños de mis hijas (¿ya he dicho que los sueños me han salvado la vida varias veces?). En los sueños, todos los animales simbolizan almas. Cada uno un aspecto distinto del alma. Y las casas, personas (muchas veces, a uno mismo).
Me encanta Los muertos, el cuento de Joyce y la película de John Huston.
Odio a los escritores malditos. Odio el malditismo. Para mí maldito rima con idiota.
Creo que mejor que ser fuerte, guapo o listo, es ser bueno.
Adoro las caminatas que nos hemos dado por Madrid, por Sevilla, por Valencia, por Londres, por Roma, por Ámsterdam, por Venecia, por San Petersburgo. Lo que más me gusta del mundo es caminar. Un día estaré a los pies de un caminante.
No creo que morir sea lo peor que te puede pasar.
A medida que pasa el tiempo te das cuenta de que tus padres, tus hermanos, tus hijos, toda la familia que no has elegido, han sido tu mejor elección.


[Este cuento es el que da título al libro de relatos del autor publicado en Punto de Vista Editores.]

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