Desde que yo viera hace unos años, cuando se estrenó, la
película Los timadores, dirigida por Stephen Frears y basada en una novela
del escritor Jim Thompson, me hice
el firme propósito (mehiceelfirmepropósito:
¿suena bien, ¡eh!?) de leer algo de semejante autor, de un escritor que me daba
la impresión de que era capaz de convertir cualquier cosa en un disparo. Hasta
un beso. O hasta un adiós. Y hace unos meses, ELLA acabó la lectura de 1.280
almas (Pop. 1280, en su título original, y debería decir algo de la
traducción del título, que juega a mi entender descaradamente a favor de los
intereses narrativos del autor, quien no quiso titularla con la palabra almas, pero eso es un asunto en el que
prefiero no entrar, porque la traducción a cargo de Antonio-Prometeo Moya que es la que he leído en la edición que
acabo de devorar es magnífica). La finalizó y me dijo: “tienes que leerla”. Y
yo pensé: (‘esta es la mía’, la novela, no ELLA, entiéndaseme). Y este verano reparé
el error ese de tardar tanto tiempo en leer a Jim Escribo como un Toro Thompson. Felizmente.
¿Almas o habitantes? La gente que vive en el pueblucho
estadounidense de comienzos del siglo pasado donde transcurre la novela está
perdida. La humanidad estaría perdida si su vida, su seguridad, sus
propiedades, sus libertades, dependieran del tipo que creó en la década de 1960
Jim Thompson para protagonizar la que habitualmente es tenida por su obra
maestra. Ese sheriff, elegido democráticamente por sus convecinos, como sabemos
por las pelis, sería un Dondald Trump
sin pasta avant la lettre. Y me
explico. O mejor no, lee 1.280 almas
y me cuentas, porque en 1.280 almas
hay mucho más que la simple novela que no es más que la epifanía de un necio
que a veces se nos muestra como un talentoso hombre de su tiempo aunque inculto
y que, finalmente, no es más que un pieza…
Pero te estoy contando la novela, y ese, ese no es mi estilo. Ser un
destripaterrones, quiero decir.
El asunto es que los mildoscientosochenta habitantes de ese
poblacho estadounidense son las almas que el brutal y mediocre y taimado y
simpático y caballeroso protagonista de la novela de Thompson pretende proteger
desde su estulticia llena de desidia y de ese
laisser faire, laissez passer ultraliberal que aquí es una vez más la expresa
demostración de la locura en que se convierte el mundo cada vez que decidimos
hacer algo por él, pero también la tremenda locura bestial que es ese mismo
mundo… cuando decidimos dejarle a su …. aire. Todo un vendaval tranquilo
embebido en la prosa cruda pero determinante y, cuando quiere, animalmente
poética de un escritor de género, un
escritor despiadado pero solemne en su decididamente acerada manera de
transformar nuestra experiencia lectora en una aventura cruelmente hermosa, en
un episodio de nuestras vidas azotado por la belleza de lo terrible, por la
simple brillantez astrosa de una literatura sinceramente grasienta, dotada de
la épica del mundo en el que nacieron nuestros padres.
Señor Thompson, descanse
en paz en el infierno.
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