Cuando la cosa le funciona a Allen

Me gusta cuando Woody Allen quiere explicarnos el difícil arte de la vida simple porque está como ausente.

Me gusta cuando el sabio neoyorquino se queda en Nueva York neoyorquineando para filosofar a pleno pulmón sobre el mundo desde los barrios molones de la capital del mundo.

Me gusta cuando el clarinetista impenitente estadounidense se deja llevar por el torrente nuclear de su artificio cinematográfico de pura raza hasta endosarme una comedia repleta de sí mismo y de mí mismo, de todos nosotros, le amemos o no le amemos.

Sí. Y dicho esto, me gusta esa película del año 2009 que tradujeron para el público español con el a priori incomprensible título de Si la cosa funciona porque con ella me he congratulado de mi ser alleniano de décadas, ese ser yo que disfruta cuando Allen disfruta haciendo su cine de Allen, allenígena yo sentado ante sus joyas llenas de la chispa inteligente del humor humano.

Y urbano.


Si la cosa funciona funciona: vaya si funciona. No porque Larry David sea un excelente Woody Allen y Evan Rachel Wood una nueva poderosa Afrodita, que también; funciona porque en esta película deliciosamente vitriólica aflora cada uno de los detalles que han logrado que el cine de Woody tenga ese amargo regusto satisfactorio de la felicidad siempre al alcance entre cualquier clase de escombro, incluso del mayor de todos: la vida.

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