Franco,Franco,Franco

la tromboflebitis que le sobrevino a consecuencia de pasarse las horas muertas viendo las retransmisiones en directo que su televisión española hacía de la Copa del Mundo disputada en aquel verano de 1974 en la entonces Alemania Occidental puso en guardia a todo el complejo aparato de vencedores adiestrados en la perpetuación del exterminio de la voluntad de la gente que habitaba el país marcado a fuego por el mayor felón de todos los tiempos que lo haya gobernado desde que tengamos noticias ciertas de su existencia, tromboflebitis o heces de melena un año después, cuando se encuentre ante las puertas de la muerte, tan festejada y tan llorada, fueron expresiones médicas no muy usuales, sobre todo la escatológica última, que todavía a algunos paladares malformados por el odio inquebrantable a la figura del guerrero de la baraka norteafricana, a la figura del promotor del alargamiento sangriento de una guerra civil en el fondo promovida por él y otros como él, a la figura del acaparador de títulos, funciones y en definitiva de cuanto poder pudo atesorar con las artimañas de los taimados tahúres tan denostados por su propia lúgubre compostura de insignificante persona inexplicablemente rodeada del miedo y la perruna aceptación de todos los con él ganadores del más cruel conflicto abatido sobre las tierras que tanto dijo amar, todavía infunden en ellos un placer y un regodeo mayúsculos al rememorar los estertores del viejo caudillo, del minúsculo dictador, y con él los de su infame régimen vilipendiado por quienes lo sufrieron y aupado a las cimas cuanto menos de la necesidad de quienes tanto se beneficiaron de sus tropelías y rapiñas, un régimen que mereció ser denominado el Régimen por antonomasia tal que si no hubiera posibilidad de concebir uno distinto para regir los destinos de una nación conformada por la histórica aceptación de varias naciones despojadas por ellas mismas de los atributos que pudieran convertirlas en estados para sí y para los otros; un verano aquel de 1974 en el cual quien él mismo designara a su real capricho para sucederle hubo de sustituirle bien que brevemente ante su propio miedo a que el olvido de su menguada aparición constante en las pupilas de sus súbditos acabara con la engañosa sensación de que nada bueno podría ocurrir en esa su patria sin sus designios ególatras y defensores de la tradición preservadora de los privilegios para con los derechos obtenidos mediante el permanente y progresivo esquilme llevado a cabo por una casta de poderosos pronta a secundar a los secuaces del ferrolano militar a sí mismo tenido por centinela de Occidente, sustitución que, en medio de los últimos días de Pompeya de un periodo histórico terrible, gris, el de la paz de los cementerios, supuso un aparente aire fresco en medio del pútrido ambiente de coletazos estomagantes perpetrados por los últimos soldados de Salamina que aun le quedaban a los triunfadores de un conflicto civil promovido por la desidia de quienes nunca creyeron en la democracia a uno y otro lado de las violentas trincheras definitivamente trazadas en la primavera del año 1936, hace ya treinta y ocho años, los casi Cuarenta que adornarán como un emblema al deleznable sistema implantado por soldados, monjes y hombres de levita anticuada y mohosa, un aire nuevo prendido de los cabellos rubios de un príncipe llamado a pilotar con la ayuda de un voluntarioso y legítimamente ambicioso ex director general de esa televisión española que emite partidos de fútbol sin pretender obtener lo que al final provoca, la enfermedad de un cansado y anciano general invicto y dueño de las riendas de un poder que se le escapa de las manos pero que no perderá ni en su lecho de muerte hospitalario un año y unos meses después, rodeado por las mayores atenciones que persona alguna haya tenido a lo largo de los milenios que han transcurrido sobre la superficie de un territorio habitado en ese verano por una multitud deseosa de transformar en júbilo las décadas miserables traídas por la voluntad inquebrantable de quien en su infancia fuera llamado por sus familiares Cerillita, hijo de un marino derrotado en 1898 y venido al mundo seis años antes de aquel significativo desastre, por la inmisericorde personalidad de un iluminado convencido por sí mismo y por otros que uno no acierta a entender qué demonios han podido ver en el interior vacío y como de borra de un castrense y adocenado hombre de provincias de un estado de provincias habitado solo por gentes de provincias, una multitud decidida sin saberlo a participar, cada cual a su manera pero la mayoría aceptando no el silencio de lo ocurrido hace casi cuatro décadas sino el perdón que no devuelva los paredones asimétricos, en la más perfecta transición política, en realidad revolución casi encubierta, que lleve a la mayor parte de las tierras de esta península del suroeste de Europa desde la ignominia de la represión permanente ausente de las voluntades de sus ciudadanos hasta un presente cabal y dotado de los beneficios que los acuerdos constantes para decidir los futuros posibles traen a las sociedades donde los privilegios son tenidos por lo que son, defectos de comportamiento político inexcusables que han de ser extirpados con las herramientas pacíficas previstas y pactadas, una multitud que no sabrá en realidad que el para muchos militarote ridículo de voz atiplada y de planta poco menos que de monigote nada efébico está sufriendo un deterioro físico y mental imparable que le llevará dieciséis meses más tarde a una cama de un centro hospitalario de la capital de esa patria suya que ya está bastante harta de sus maneras de paterfamilias con los rasgos de un abuelete falsamente enternecedor para cerrar definitivamente sus ojos de asesino, responsable de tanto dolor y de tantas muertes y de tantas vidas de tantos jóvenes que habrían merecido vivir la vida tan larga que él sí ha podido recorrer desde su Galicia natal hasta esta ciudad de Madrid que él convirtiera desde muchos años atrás en una ciudad de un millón de muertos 

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