A veces tengo la sensación de que
aprendí a escribir sin escribir, leyendo, escuchando, cantando, mirando,
jugando, amando. De que en realidad nunca se aprende a escribir del todo, como
no se aprende nada del todo, de que aprender es el camino por el que transcurre
la propia vida. Y a veces tengo la certeza de que escribir es uno de los
andares que algunos elegimos para acomodarnos al sendero ese del vivir, ese
tránsito intestinal y lumbar y abdominal y cerebral y sexual y bilabial que
acometemos las más de las veces como si nos fuera la vida en ello.
El caso es que yo aprendo a
escribir cuando leo a Mendoza, cuando escucho a Caetano, cuando la miro a ella,
cuando juego al mus, cuando amo tanto. Aprendí a leer, pero no para siempre,
porque quizás esté aprendiendo a leer cuando leo a Mendoza, cuando escribo;
aprendí a escuchar música en la habitación de mi tío Antonio pero quizás no de
una manera definitiva pues quizás escuchando ahora a Asgier aprenda a escuchar
sonidos que nunca antes había aprendido a disfrutar; aprendí a jugar a las
cartas bien, eso sí, porque el gozo de jugar a las cartas sigue inextinguible
en cada tarde de verano junto a mis primos en el Suances de los veranos
cantábricos de cuando todo estaba a punto de suceder; aprendí a mirarla a ella
cuando abrí los ojos por primera vez en mi vida aquel día de abril de 1963 pero
no terminaré nunca de aprender a mirarla a ella, al amor que es ella desde su
presencia de suave dicha, hasta que todo el sendero ese del vivir se muestre
definitivo y sea completamente el puro presente que es cada vez que respiro su
respiración para poder luego escribirla y seguir aprendiendo a escribir y a ser
vida y vivirla.
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