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Linimento Sloan, POR David Pablo Montesinos Martínez


Aquel balón lo capturó Kempes en su propia área. Arrancó por el sector izquierdo, cabalgó, siguió cabalgando… A medida que se acercaba a la portería del Sevilla el murmullo iba ganando intensidad, con ese estruendo cavernario tan singular del viejo Mestalla. Diría que avanzaba sorteando contrarios, pero es posible que ningún rival hiciera más que acompañar inútilmente a Mario en aquella épica travesía de sur a norte del estadio. Al llegar al vértice de la frontal, cuando lo prudente era un pase, enganchó un zurdazo feroz a media altura. Solo recuerdo, antes de romper el balón contra la red, a Superpaco lanzándose inútilmente en pos de un misil que ya le había superado. La intensidad del estallido de júbilo colectivo que desató aquel gol sólo puede explicarse a quien alguna vez en su vida ha sucumbido a alguna forma de estremecimiento. Nada que ver con la razón, no hay nada previsible, nada que pueda calcularse en ese delirio colectivo. Cuando el héroe, brazos al cielo, se acercó a celebrar el gol a la posición del córner donde me ubicaba con mi padre, vi cómo un anciano saltó al césped para abrazarle… Y el futbolista se dejó abrazar por aquel viejo, Mario era así.

No son tan gratos la mayoría de mis recuerdos infantiles de Mestalla. Infinidad de frustraciones, derrotas imprevistas, muchas tardes de frío, demasiados huesos de mediocridad que roer. Jamás me aburrí, aprendí mucho en aquellas tardes del domingo –casi siempre el domingo, casi siempre a las cuatro– en que los varones de familias como la mía acudían al estadio y protestaban contra todo porque un atroz Régimen se lo prohibía en las salas y en las calles. Lo que sí puedo asegurar es que aquello era real, era de verdad. Quizá el fútbol haya fomentado muchos de los peores vicios de la comunidad, pero ha hecho comunidad, la que somos para bien y para mal. Había algo muy denso en aquel olor a hierba recién regada, a linimento Sloan, a pipas Churruca, a puro Habano reservado por los abuelos para el fútbol del domingo…

Debe ser cosa de viejos achacar a la actualidad ser poco real, carecer de esa estela que dejan los cuerpos vivos y los sucesos que realmente son capaces de turbarnos. Todo es un poco light, decimos, como el café sin cafeína, la cerveza sin alcohol o el sexo sin oler ni tocar de internet.

El Mundial de Corea 2002 generó grandes expectativas en los explotadores del negocio futbolístico. Se trataba de capturar el mercado asiático, cosa que lograron a tenor de lo que después hemos ido comprobando, cuando las emisiones de la Premier, la Champions o El Clásico (Madrid-Barça) generan beneficios multimillonarios. Pero tenían dos problemas. Uno era la medianía de la selección anfitriona. El otro es que apenas habría hinchadas de las selecciones participantes para dotar de color a las gradas. Lo primero lo solucionaron unos arbitrajes infames. En cuanto a lo segundo… Los organizadores decidieron pagar con chuches y altramuces a legiones de desocupados para que, adecuadamente ataviados, animaran a la selección que les tocaba en suerte.

Fue una ridiculez, desde luego, pero hay algo que en que la organización acertaba: un Mundial sin público o con un público silencioso es un fracaso. La multitud de espectadores que acuden a un estadio es parte esencial, yo diría que la más insustituible de ese espectáculo. El problema es que el trampantojo coreano sonaba demasiado a hueco. Los espectadores de amarillo que animaban a Brasil eran puro atrezzo. Como los de la play station, que acierta a simular con toda sofisticación los elementos que forman parte del espectáculo, pero que luego carece del poder de seducción que se puede esperar de un viejo futbolín de los recreativos.

¿Es ese el designio del espectáculo futbolístico? ¿Se convertirá todo en un perfecto simulacro a la medida de quienes determinan qué es aquello que desean los aficionados? Hay una cláusula contractual de la Liga de Fútbol con las televisiones por la cual los clubs están obligados a colocar a los aficionados en ciertas zonas del estadio para crear en el telespectador la sensación de que no está semivacío, un objetivo complicado un lunes por la noche en lo más crudo del crudo invierno.

Quizá la supervivencia futura del fútbol se escriba en los mismos términos que ya han asumido las viejas ciudades europeas invadidas por el turismo. El extranjero va a pasar un fin de semana en una urbe histórica y le exige ser “lo que realmente es”. Quiere, y para eso le paga a una agencia, que el viejo Nápoles aparezca con sus sábanas blancas tendidas y en Sevilla se vea a gitanas bailando flamenco por las calles. Y así se construye la mayor de las paradojas del capitalismo, capaz de convertir en algo que se empaqueta y se vende no solo los souvenirs y las postales sino también el drama histórico. El turista demanda realidad, cuando es precisamente la realidad –y la historia y la experiencia– lo que precisamente aniquila la turistización de las ciudades.

Se juega al fútbol mejor de lo que se ha jugado nunca. Los futbolistas son excelentes, los sistemas de entrenamiento y la medicina deportiva han alcanzado un punto de sofisticación que convierte a los profesionales de las fotos en blanco y negro de los setenta en chicos de la calle rescatados de la miseria por algún mecenas. Y, sin embargo, desde la Ley Bosman, desde el VAR, desde que los hooligans echaron a las familias y en especial a los niños del estadio, desde que todo espectáculo es, por encima de todo, televisión, desde que ganan siempre los mismos macroclubs porque el dinero es lo único importante… Es como si por el desagüe se nos hubiera escapado algo invisible pero que resulta ser lo verdaderamente importante. Ese algo es la realidad, la experiencia del fútbol tal y como forjó la leyenda de los clubs que hemos amado durante décadas.

Quizá eso ya haya dejado de existir para siempre y no regrese jamás. Por eso hay que envolver su cadáver y envolverlo en celofán para venderlo… Así nos parece que sigue con vida, pero acaso solo sea un cadáver maquillado, tanto como aquellas caras coreanas pintadas con los colores de las selecciones a las que el apuntador les decía que tenían que alentar.

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