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Leyendo el periódico un día de octubre de 2024

Albania, Líbano, Gaza. Seres humanos que viven “en una especie de burbuja jurídica experimental donde desaparecieron para empezar a ser invisibles”; seres humanos cuyo “sufrimiento está alcanzando cotas sin precedentes”. Seres humanos que señalan una cicatriz en su frente y “luego muestran varias fotos en un móvil en las que aparecen los cadáveres de sus padres, hermanos, primos y tíos”.

A quien no beneficia la guerra NUNCA es a los pobres.

Ya se ignoran los derechos humanos de quienes huyen (no emigran, huyen) del horror, la pobreza extrema o las injusticias.

Foto de Daniel Carde

En ese Primer Mundo se ignoran, en ese Primer Mundo donde a los malestares de la vida (la frustración, el cansancio, el agotamiento), que no son enfermedades mentales (la depresión sí lo es), las comenzamos a considerar enfermedades mentales desde una cultura del trauma impostada, ajena al trauma donde hay humanos invisibles, humanos sufriendo de una manera indecible por el horror de las guerras, donde hay humanos rodeados de los cadáveres de sus padres, de sus hermanos…

En este Primer Mundo chabacanito en el que somos capaces de llamar el bar de toda la vida a algo que no existía cuando nacimos, los bares de toda la vida. En este Primer Mundo en el que si no te polarizas es que eres un equidistante al que todos señalan. Mira ese, el equidistante ese. Claro que la culpa de todo ya no es de la sociedad (la sociedad es la culpable, decíamos hace medio siglo o así), la culpa de todo —no siendo tampoco ya de Yoko (Ono)— es de la Primera Guerra Cultural Mundial en la que no sabemos si estamos ya enredados o si eso es lo que quieren hacernos entender sus polarizados contendientes. Yo, por si acaso, ya he elegido bando.



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