Hernán Cortés, una introducción; por Francisco Martínez Hoyos


Pocos personajes históricos han generado visiones tan contrapuestas como Hernán Cortés. Para sus admiradores, es el héroe de una gesta irrepetible: con apenas unos centenares de hombres, logró apoderarse del Imperio azteca, y lo hizo en unas circunstancias tan adversas que el historiador Bartolomé Bennassar lo ha llamado «el conquistador de lo imposible». Para sus críticos, en cambio, representaría el arquetipo de los bárbaros que se abalanzaron sobre el Nuevo Mundo, tan sedientos de oro y esclavos que para conseguirlos no repararon en  medios, por atroces que fueran. De ahí que un libro titulado Malos de la Historia de España lo incluya en su lista de perversos. De él se hace un retrato negrísimo, lógicamente: «Cortés era astuto, mentiroso, maquiavélico, atributos del político renacentista que le sirvieron mucho para dividir a los indígenas y utilizar las divisiones en su favor». Para los autores de este estudio, Juan Carlos Losada y Gabriel Cardona, la actitud del español, al abusar ostensiblemente de Moctezuma, el emperador azteca, se situaría en las antípodas del código del honor caballeresco.

De hecho, esta visión oscura es la que ha predominado en el imaginario popular. ¿Responden tales acusaciones a la realidad objetiva o, por el contrario, obedecen a una leyenda negra orquestada con talento? Lo cierto es que la controversia arranca ya en el siglo xvi. Si las fuentes aztecas, recogidas por fray Bernardino de Sahagún, presentaban a un Hernán Cortés obsesionado con las riquezas, las crónicas españolas dibujaban a un paladín a la altura de los personajes homéricos. Si un Bartolomé de las Casas denunció terribles matanzas, uno de los conquistadores, Bernal Díaz del Castillo, rechazó el cargo con indignación por ser, a su juicio, fruto de la fantasía.

En realidad, la documentación desmiente las posiciones extremas. A quien piense en Cortés como en una especie de Hitler con armadura y arcabuz, le sorprenderá saber que el extremeño llegó a denunciar ante el rey los abusos de sus compatriotas con la población indígena: «Ya falta más de la mitad de la gente de los naturales, a causa de las vejaciones y malos tratamientos que han recibido». El conquistador se refería a la actuación de las autoridades novohispanas, que habían aprovechado su ausencia de México, con motivo de un viaje a España, para cometer todo tipo de desmanes. Otro asunto es hasta qué punto le importaban los derechos de seres humanos concretos o, si por el contrario, se limitaba a lamentar la destrucción de una fuente de riqueza, lo que hoy denominaríamos «recursos humanos». Para Tzvetan Todorov, su comportamiento encarna una llamativa contradicción: a la misma persona que cae deslumbrada ante una cultura ajena, no se le ocurre pensar que sus artífices sean personas individuales. Desde esta óptica, Cortés vendría a ser el equivalente de los actuales turistas, que al viajar por el Tercer Mundo valoran la artesanía local sin preocuparse por los artesanos. Y, sin embargo, su testamento da a entender que sentía remordimientos por las injusticias cometidas… Personaje poliédrico como pocos, se resiste una y otra vez a las definiciones fáciles.

Nos encontramos, pues, ante unos hechos que exigen una muy difícil valoración. Entre otras razones porque se producen en un universo mental muy distinto al nuestro, en el que nociones como libertad o derechos humanos resultan por completo extrañas. Alguien podría objetar que el mandamiento religioso «No matarás» existía desde mucho antes, pero este es un argumento simplista. Los conquistadores, en tanto que cristianos, tienen la obligación de aceptar los preceptos bíblicos. Pero los mismos, como cualquier texto, son susceptibles de interpretación. Para un creyente de la época, empuñar las armas no ofrecía ningún problema moral siempre que de por medio hubiera una causa justa. Algo que podía hallarse con facilidad, a partir de argumentos más o menos sinceros sobre la necesidad de llevar la luz de la civilización a naciones esencialmente bárbaras.

Si se quiere ser objetivo, hay que huir tanto de la leyenda negra como de la leyenda rosa, sin dejar de reconocer que en ambas se encuentra una parte de razón. Más que de juzgar a un personaje, se trata de comprenderlo, algo que no es sinónimo de justificar cada uno de sus desafueros. Y esta labor de discernimiento exige abrirse a una realidad compleja, en la que perviven tanto elementos medievales –el guerrero caballeresco aún representa un modelo a seguir–, como renacentistas. Por encima del honor, lo que primará será la despiadada razón de estado, que prescribe el uso de la crueldad si de ella se deriva un bien público. Maquiavelo, el más destacado apologista de esta mentalidad, no duda en prescribir al hombre político un pragmatismo que huye de las consideraciones morales: «Y hay que saber esto: que un príncipe, y sobre todo un príncipe nuevo, no puede cumplir todas las cosas que hacen que llamen bueno a un hombre, sino que necesitará con frecuencia para mantener el estado, obrar contra la palabra dada, contra la caridad, contra la humanidad, contra la religión».

Nos hallamos, pues, en un campo minado en el que las palabras van cargadas de connotaciones. El concepto de ‘conquista’, por ejemplo, se ha cuestionado por su contenido colonial, ya que implicaría que los únicos protagonistas fueron los españoles, relegando a los indígenas al papel de simples comparsas. Sin embargo, otras alternativas también ofrecen problemas, como la propuesta del Gobierno mexicano con motivo de los fastos del quinto centenario del primer viaje colombino. Lo que se produjo en 1492 no habría sido un descubrimiento sino un «encuentro», término que resulta demasiado idílico al disimular el ejercicio del poder por parte de unos y la sumisión a la que se vieron sometidos otros. Como dice el historiador Arndt Brendecke, las agresiones quedan así desdibujadas.

Pero esta violencia, indudable, no se dio sólo en una dirección, la de los conquistadores hacia los nativos indígenas inocentes e indefensos, a los que el mito del buen salvaje condena a una nueva forma de paternalismo. Desde una óptica indigenista se suele suponer que la llegada de los españoles marcó el inicio de la opresión de los pueblos autóctonos, como si la América prehispánica fuera una sociedad poco menos que idílica. Esta visión, por desgracia, enmascara las tensiones en el mundo prehispánico, dividido, como el europeo, en opresores y oprimidos. Un historiador mexicano, Federico Navarrete Linares, critica con razón el maniqueísmo que ha invadido la historia tradicional de su país, al contraponer al indio «bueno» con el «malvado» blanco. «En esa guerra atroz, ambos bandos cometieron crueldades y algunas de las peores estuvieron a cargo de los mexicas y los aliados indígenas de los españoles, que se vengaban así de ofensas recibidas».

Se trata, por tanto, de aparcar prejuicios y de ponerse en la piel de los tlaxcaltecas o los totonacas: estos no apoyaron a Hernán Cortés porque fueran traidores, sino porque realizaron una evaluación de costes y beneficios. Se les presentó una ocasión única para librarse de la dominación azteca y decidieron aprovecharla. En cuanto a los españoles, intentemos colocarnos en el lugar de unos hombres que, al llegar a tierras americanas, se hallaron frente a un mundo que desconocían por completo, sin apenas puntos de referencia para comprenderlo. Todo en él ofrecía fascinantes novedades. Francisco López de Gómara, en su Historia general de las Indias, expresa muy bien este sentimiento de maravilla ante los incesantes hallazgos. Nada se parecía a la vieja Europa, ni el entorno natural ni las culturas de los pueblos nativos:

 

Los animales en general, aunque son pocos en especie, son de otra manera; los peces del agua, las aves del aire, los árboles, frutas, yerbas y grano de la tierra, que no es pequeña consideración del criador, siendo los elementos una misma cosa allá y acá. Empero los hombres son como nosotros, fuera del color, que de otra manera bestias y monstruos serían y no vendrían, como vienen de Adán.

 

Por tanto, aunque los colonizadores pretendieran reproducir el modelo de Castilla, el resultado tuvo que ser forzosamente distinto. ¿Fue Hernán Cortés el representante arquetípico de este poder español? Sus expediciones, como más tarde las de Pizarro, responden a lo que ahora llamaríamos «iniciativa privada». De ahí que sus protagonistas posean un acentuado orgullo: consideran que el mérito les pertenece a ellos en solitario, en tanto que actores de una gran hazaña sin el respaldo de su metrópoli. Díaz del Castillo así lo afirma en el comienzo de su Historia Verdadera, cuando proclama que sus compañeros descubrieron la Nueva España, el actual México, a su costa, «sin ser sabedor de ello su majestad». Sin nadie que les socorriera, ellos se habían enfrentado a un mundo extraño, en medio de mil peligros, soportando toda suerte de penalidades para ganar así un territorio que después pusieron en manos de su emperador, Carlos V, como fieles vasallos que eran.

Este tipo de lamento lo hallaremos en más de una ocasión. Francisco Pizarro, sin ir más lejos, se quejó de que nadie lo había ayudado a vencer a los incas, pero que después de pasado el peligro le enviaban a un supervisor para que controlara sus actos. Un cronista de la época, Gonzalo Fernández de Oviedo, abunda en la misma idea al señalar que la Corona no se jugaba sus recursos financieros y humanos en los descubrimientos, limitándose a contribuir con «papeles y buenas palabras».

 

Conquistadores de carne y hueso

Sin un imperio poderoso que les respaldara, los españoles necesitaban buenas razones para abandonar sus hogares, cruzar el océano y arriesgar sus vidas. ¿Qué tipo de motivación les impulsó? Aunque la historia militar tradicional se extasíe con las páginas gloriosas, detrás de cada hazaña, real o supuesta, se escondía una realidad desagradable: la que reflejan los cronistas de Indias con valiosa información sobre un cúmulo de durísimas experiencias, muy alejadas del glamour que a veces se presupone a los héroes. En territorio desconocido, los conquistadores se acostumbraron a dormir calzados y con las armas preparadas. Sin posibilidad de recibir refuerzos y sometidos a todo tipo de privaciones, debían vivir en alerta permanente si querían tener una oportunidad de sobrevivir.

Pero, a cambio del peligro, perseguían oportunidades de progreso económico y social. Se trataba, en palabras de Bernal Díaz, de «procurar ganar honra». Un hombre que se preciara tenía la obligación, nos explica en su crónica, de hacer lo posible en beneficio de su progreso personal: «Los nobles varones deben buscar la vida, e ir de bien en mejor». Por su parte, Bernardo de Vargas Machuca, en Milicia indiana, insiste en lo mismo con una sinceridad aún más descarnada. «Si el soldado trabaja, es por el deseo de riquezas». Por eso mismo, para un jefe militar tiene gran importancia el repartir con generosidad los tesoros ganados, si quiere fidelizar a su tropa. Generosidad que no significa derroche, ni arbitrariedad, sino dar a cada uno aquello que le corresponde en función de sus méritos.

La búsqueda de riquezas, lejos de ser una cualidad vergonzosa, definía al común de los mortales. Lo que no excluía, según Díaz del Castillo,  móviles más elevados como el servir a Dios y al Rey. De hecho, el servicio fiel al monarca constituía para él un timbre de gloria que le hacía anteponer en mérito la Nueva España al Perú, donde los conquistadores se habían rebelado contra la Corona, enzarzándose en violentas guerras civiles.

Esa ansia de promoción social conducirá a la obsesión por acumular cuantos más tesoros mejor. Las fuentes de la época no disimulan el afán de lucro de los españoles, expresado en ocasiones de manera muy gráfica y ostentosa. Así, tras la toma de Coyoacán, cuando celebraban una especie de banquete de la victoria, el exceso de vino desató las lenguas: hubo quien dijo que pensaba comprar caballos con sillas de oro, o que haría de ese metal sus saetas. Nos situamos, en suma, ante las típicas manifestaciones de dispendio de unos nuevos ricos.

Cortés se hallaba al frente de esta tropa de aventureros codiciosos, a veces indisciplinados. ¿Cómo se las arregló para imponer su autoridad? Para su amigo Bernal Díaz, resulta evidente que fue un «valeroso y esforzado capitán». En este punto, el del valor, coincide con todas las fuentes disponibles, ya que ni siquiera los enemigos de Cortés se atrevieron a tacharlo de cobarde en la más mínima ocasión. Era, por así decirlo, el más valiente entre hombres por naturaleza atrevidos. Sin esta cualidad, difícilmente se hubiera hecho respetar entre soldados para nada sumisos, a quienes mandaba ocupándose personalmente de cualquier detalle: «tenía gran vigilancia en todo». Una vez planificada cuidadosamente la batalla, se lanzaba al combate como uno más, dando ejemplo, igual que a la hora de soportar el hambre y el cansancio. ¿Padecía, tal vez, algún tipo de tendencia suicida que lo impulsaba a no rehuir el peligro? Quizá sí, o quizá sólo era consciente de que tenía que ser un modelo a seguir si quería que sus órdenes se obedecieran. «Vuestro caudillo soy, y seré el primero en aventurar la vida por el menor de los soldados», dijo a sus hombres en cierta ocasión, durante el inicio de la aventura mexicana.

Aunque la visión de Bernal dista de ser acrítica, el afecto y la admiración que siente por su antiguo jefe quedan más que patentes en su crónica. En ningún momento duda de su talla excepcional, comparable a la de grandes guerreros de la Antigüedad como Alejandro Magno, Aníbal, Escipión el Africano, Julio César o Pompeyo. El mundo clásico, por cierto, será siempre un rasero con el que los españoles medirán los acontecimientos del Nuevo Mundo, con el fin de demostrar que sus hazañas no desmerecían de las protagonizadas por griegos, cartagineses o romanos. A título de muestra, vemos lo que dice Bernardo de Vargas Machuca en el inicio de su Milicia Indiana: «[…] Los romanos, porque tuvieron clavada la rueda de la fortuna por largos años, hasta que los Católicos Reyes de España oscurecieron y derribaron su nombre de la cumbre en la que estaban colocados, por su gobierno y espada, quitándoles de las manos la fortuna que tan asida tenían, tomándola para sí, extendiendo tan largamente las alas de la fama por sus famosos hechos».

El liderazgo de Cortés, más que en la fuerza, se basaba en la persuasión. Nos encontramos ante un capitán lo bastante lúcido como para permitir la expresión de opiniones discordantes. Lo bastante inteligente como para seguir un consejo acertado, viniera de donde viniera, sin pretender que su postura prevaleciese siempre. Como más tarde explicará Vargas Machuca, el buen general es el que deja al soldado manifestar lo que siente. Sea porque espera sacar un beneficio de su opinión, o meramente por sentido de la cortesía.

Convencido de este principio, nuestro hombre, más que imponer su autoridad por las bravas, pretendía convencer a los hombres bajo su mando. Las decisiones se toman después del debate, pero no hay que hacerse falsas ideas sobre una «democracia militar». Antes de plantear un tema, Cortés tiene la precaución de hacer el trabajo previo de buscarse apoyos. De esta manera evita que se produzcan imprevistos.

No en vano, nos encontramos ante un manipulador consumado, capaz de ejercer el poder con puño de hierro pero con guante de seda. Lo demuestra cuando se dirige a los suyos con exquisita educación, utilizando expresiones como «hermanos y caballeros» o «señores soldados». Si ha de pedirles que lo escuchen, lo pide «por merced», es decir, por favor, sin decir una palabra más alta que otra ni desahogarse con blasfemias, tan en boca de unos profesionales frecuentemente rudos como son los soldados, siempre con una afabilidad y un savoir faire que le hacían ganarse el corazón de sus hombres. El hecho es que, ante toda clase de interlocutores, sabrá desplegar un arte indiscutible para la diplomacia. Cuando se lo proponía, lograba convertirse en un seductor, en un encantador de serpientes capaz de conquistar a propios y extraños con su despliegue oratorio. «Cortés siempre atraía con buenas palabras a todos los caciques», nos cuenta Bernal Díaz del Castillo, quien se quita el sombrero ante la elocuencia de su capitán.

En resumen: como decía Antonio de Solís, historiador del siglo XVII, nos hallamos ante un comandante que sabía «ser superior sin dejar de ser compañero». No se puede resumir mejor el talento para ejercer la autoridad conciliando polos en apariencia opuestos.

 


Cortés, el predicador

Cortés era militar, también político. Y, por extraño que suene, también un misionero insistente, a veces fanático. No en vano, la espada y la cruz acostumbraban a ir unidas. En la Historia verdadera de la conquista de la Nueva España, aparece a menudo insistiendo a los indios para que abandonen sus creencias, a las que descalifica por idolátricas, en beneficio de la auténtica fe, la cristiana, por supuesto. De ahí que, en repetidas ocasiones, presione a los autóctonos para que se deshagan de sus dioses, esas «cosas malas» que amenazan con llevarlos al infierno, para sustituirlos por imágenes de la Virgen María, ofreciéndoles a cambio la salvación de su alma, pero también beneficios más inmediatos y tangibles como buenas cosechas.

Su estilo es, en efecto, el de un predicador. Lo comprobamos en un parlamento que reproduce Gómara, dirigido a los indios, en el que parece más un religioso que un militar: «Todos los hombres del mundo […] tienen un mismo principio y fin de vida, y traen su comienzo y linaje de Dios, casi con el mismo Dios. Todos somos hechos de una manera de cuerpo, de una igualdad de ánima y de sentidos; y así, todos somos, no sólo semejantes en el cuerpo y alma, más aún también parientes en sangre».

Sin embargo, pese a esta igualdad esencial, la providencia ha querido que unos nazcan sabios y otros no. Por eso, los primeros tienen la obligación de enseñar a los segundos e instruirles en el conocimiento más importante, el de las cosas divinas. No obstante, dentro del bando español, no todos compartían la tendencia a imponer el cristianismo por la fuerza. Un sacerdote que acompañaba la expedición insistió en que no se debía coaccionar a los nativos para que se convirtieran al catolicismo, porque, a fin de cuentas, si se destruían sus templos, se limitarían a adorar a sus ídolos en otros lugares.

Cortés, en una demostración de pragmatismo, siguió el consejo. A juzgar por los datos disponibles, debió de ser un hombre devoto, siempre atento a presentar sus respetos a los sacerdotes y a cumplir con puntualidad sus obligaciones piadosas, ya fuera asistiendo a misa o participando en procesiones.

Su religiosidad, lejos de ser criticada en su tiempo por «demasiado beata», iba a crear escuela. En Milicia Indiana, Vargas Machuca aconseja a los comandantes españoles en América que cuiden mucho sus prácticas religiosas antes de iniciar una campaña, con gran atención a las oraciones y llevando a un sacerdote consigo. La confianza en la protección divina no era un asunto menor, pues contribuía a mantener alta la moral de la tropa: «Esto anima mucho y les da esperanza de victoria y van con gran certidumbre a ella».

Por descontado, todas las exhibiciones de fervor religioso no impedían que Cortés se mostrara implacable cuando la ocasión lo requería. En cierta ocasión, no duda en ahorcar a un tal Mora por haber robado dos gallinas a los indios, hecho que venía a socavar la política de amistad hacia ellos. Su ejército, si quiere la victoria, ha de dar buena imagen ante la población local, y su jefe no debe pasar por alto las acciones de un hombre cruel. De ahí que la dureza y las exhibiciones de «sensibilidad» vayan de la mano, en un intento de convencer a los demás de que ciertas demostraciones de fuerza le vienen impuestas por las circunstancias. Por disimulo o por lo que fuera, el mismo comandante que ordenaba ejecutar a unos desertores se lamentaba, acto seguido, de tener que ordenar sus muertes. Y lo hacía «con grandes suspiros y sentimientos». En esta tesitura, la formación recibida en Salamanca le servía de gran ayuda. Llegaba el momento de citar la célebre frase de Nerón, aún joven, cuando todavía no había degenerado en tirano, antes de firmar una pena capital: ¡Quién no supiera escribir!

 


Más allá de la conquista

Tras una lucha encarnizada, nuestro protagonista se alzará con la victoria en 1521. De ser el jefe de una pequeña hueste ha pasado a convertirse en el amo de un inmenso imperio. A partir de este momento, parece que su biografía se acabe. En parte es lógico que la conquista, esos dos años tan intensos, dejen en la oscuridad el resto de su vida. Pero esta inclinación de los biógrafos por el momento del clímax es injusta. ¿Qué sucede con las múltiples expediciones que impulsó con la vana esperanza de encontrar una segunda Nueva España? El fracaso de estas tentativas  las ha hecho caer en el olvido, por el desinterés de los historiadores, con lo que perdemos de vista no sólo la importancia que tuvieron para Cortés, también sus consecuencias determinantes para el conocimiento geográfico. Un reconocido especialista mexicano, Miguel León-Portilla, nos explica que el anhelo por explorar el Pacífico, el denominado entonces «Mar del Sur», no se redujo a una vana quimera. Se materializó, por el contrario, en realidades tangibles:

 

Más allá de cualquier ponderación, enunciaré desde un principio algunas de las más obvias consecuencias de los afanes de Cortés en el Pacífico. Entre otras cosas, en función de ellos se emprendieron algunas de las primeras construcciones de navíos en el continente americano; se realizaron las más tempranas navegaciones organizadas en el mismo Nuevo Mundo con destino a Asia y, también desde puertos mexicanos, al ámbito peruano de la América del Sur; se consumó el descubrimiento de California y de su perfil peninsular; se inició la exploración del Pacífico norte; se elaboró la primera cartografía al noroeste de América […].

 

A Cortés, sin embargo, no le debió consolar el posible veredicto de la Historia. Cada vez lo rodeaban más enemigos, dispuestos, como él mismo dijo, a reventar hartos de su sangre. Conservará hasta el final las ganas de pelear y de hacer males sus méritos, pero la fortuna le será esquiva. Hay que reconocer, pese a los elogios de sus apologistas, que va perdiendo facultades. El jefe veloz de los tiempos de la conquista deja paso a un comandante envanecido de sí mismo que en la expedición a las Hibueras se mueve con lentitud junto a una gran comitiva en la que hay de todo, incluso músicos.

A caballo entre las luces y las sombras, su figura aún es capaz de suscitar apasionadas polémicas. Lo demuestra el revuelo que ha provocado el hispanista francés Christian Duverger al sugerir que fue el extremeño, y no Bernal Díaz del Castillo, quien realmente escribió la Historia verdadera de la conquista de Nueva España. El debate sobre esta tesis ha tenido el efecto benéfico de colocar nuevamente en primera plana a un personaje inagotable, que fascina y repele a un tiempo. No se trata, desde luego, de volver a la historia entendida como la biografía de los grandes hombres, pero tampoco de caer en el extremo contrario, suponer que sólo cuentan las estructuras sin dejar espacio para la individualidad. ¿De verdad creemos que si Hernán Cortés no hubiera conquistado el Imperio azteca, otro hubiera ocupado su lugar? ¿Quién si no él podía doblegar al Imperio azteca? Pedro de Alvarado desde luego que no: si bien se distinguía por su extremado coraje, carecía de cualquier habilidad política. Su falta de tacto y su crueldad se revelarían contraproducentes, sobre todo en un episodio tan aciago como la matanza del Templo Mayor. Por ello, el ensayista mexicano José Vasconcelos lo retrata con palabras definitivas: «Prueba de que cualquier capitán valiente no hubiera bastado para consumar la conquista, es el caso de Alvarado». Por su parte, el historiador hondureño Rodolfo Pastor contrapone la visión política cortesiana, imbuida de astucia renacentista, con las limitaciones de otros conquistadores «más codiciosos, impulsivos y fanáticos».

[Este texto es la introducción del autor a su Breve historia de Hernán Cortés]

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