En el año 1405, en el hogar de una viuda que sobrevive con grandes penurias, nace uno de los libros más sorprendentes de la Edad Media. Su título, La ciudad de las Damas. Su autora, Cristina de Pizán. Ella misma, además de escribir el que se convertiría en el primer libro feminista de la historia, ha dirigido su edición y ha supervisado las hermosas ilustraciones en las que recrea un mundo a la medida de las de su sexo. No fue el único libro, ni mucho menos, que escribió esta mujer excepcional que hizo de su talento con las palabras un modo de subsistencia. No en vano, se la considera la primera escritora profesional de la historia.
Cristina de Pizán había nacido cuatro décadas antes en
Venecia, primera hija de Tomás
de Pizán, un reputado astrólogo
que se había trasladado desde Bolonia, donde había estudiado en su prestigiosa
universidad, hasta la capital de la República Serenísima. Allí se había casado
con la hija de Tomás Mondini, un doctor en medicina. Cristina creció rodeada
del saber científico que su padre, cosa extraña en su tiempo, tuvo a bien
darle. Ella, una muchacha ávida de conocimientos, sabría aprovechar los
primeros años felices de su existencia. La fama del astrólogo Tomás de Pizán
había traspasado los Alpes y fueron varios los monarcas que requirieron sus
servicios, entre ellos Luis I de Hungría y el futuro rey de Francia. Fue éste,
quien reinaría a partir de 1364 como Carlos V, quien convenció al padre de Cristina
de que la corte de París era el mejor destino para su familia. Pasarían aún
algunos años hasta que, en 1368, Tomás decidió finalmente trasladarse a vivir
con los suyos a la corte del rey francés. Los pasillos del palacio del Louvre
se convertirían en lugares asiduos para una pequeña Cristina de tan sólo cuatro
años.
La familia se instaló en Orsonville, Melun,
donde Cristina y sus hermanos Aghinolfo y Paolo disfrutaron de una infancia
feliz. El rey no reparó en gastos y dio a su astrólogo una buena renta que le
permitió adquirir otras propiedades como el castillo de Mémorant. Cuando los
hijos de Tomás empezaron a crecer, se dio pronto cuenta de que Cristina tenía
más capacidades intelectuales y mucha más aptitud hacia el conocimiento que sus
dos hermanos. A Tomás no pareció importarle que el más inteligente de sus hijos
fuera una mujer y, a pesar de las quejas de su esposa, empeñada en que Cristina
pasara más tiempo junto a la rueca que con la nariz pegada en los libros de su
marido, le dio una extraordinaria formación. Un saber que completaría con
largas veladas en la gran biblioteca real donde pudo tener acceso a casi todos
los ámbitos del saber.
Tenía Cristina quince años cuando no pudo eludir su
responsabilidad como hija y tuvo que aceptar el marido que sus padres le habían
escogido. No sabemos con exactitud si la propia Cristina participó en la
elección de Etienne Castel, pero fue ella misma quien, a través de sus versos,
dejó bien claro que siempre le amó y respetó con sincero cariño:
Dulce es el matrimonio;
Lo sé por propia experiencia.
Así es en verdad, para quien tiene
marido
Prudente
y bueno, como el que Dios a mí me dio.
Etienne era un gentilhombre que ejercía de ayuda de
cámara del rey cuya carrera dio un gran paso en 1380 cuando fue nombrado
notario y secretario real. Pero la buena fortuna de Cristina de Pizán no duró
mucho tiempo más. Aquel mismo año de 1380 fallecía Carlos V en
una Francia sumida en la dramática Guerra de los Cien Años. La muerte del rey
le sobrevino en el castillo de Beauté-sur-Marne en Nogent-sur-Marne. A su
cabecera se encontraba Tomás de Pizán, su fiel médico y astrólogo quien lloró
la desaparición de su monarca no sólo por haber sido quien le había ensalzado
sino previendo los malos tiempos que se le avecinaban.
El nuevo rey era el joven delfín de apenas doce años
que se rodeó de una caterva de nobles que declararon la guerra al viejo
astrólogo ahogado en deudas y falto de ahorros. Así que cuando le fueron
suspendidas las rentas y reclamados los pagos pendientes, Tomás se encontró en
una complicada situación. La familia puso entonces todas las esperanzas en
Etienne, quien, por el momento, conservaba su recién estrenado cargo de notario
y secretario regio. Sin embargo, los sueldos fueron retenidos y se cobraban de
manera irregular. A las desgracias familiares se vinieron a unir los disturbios
que sufrió la ciudad de París en aquellos tiempos convulsos que sacudieron los
cimientos del reino.
Los años siguientes acabaron de desmoronar el mundo de
Cristina. Si su padre fallecía en 1385, su amado esposo la dejaba sola cinco
años después. La peste se lo llevó irremediablemente el 7 de noviembre de 1390.
Viuda a los veinticinco años, Cristina tuvo que hacer frente al duro golpe
emocional que supuso perder de manera repentina a su amado esposo y asumir una
nueva situación tan distinta de la que había vivido en sus años felices de la
infancia. Ella misma se lamentaba con tristes versos de la situación de las
mujeres que, como ella, quedaban solas en un mundo misógino:
¡Ay! Dónde pues encontrarán consuelo
Pobres viudas de sus bienes despojadas
[…] Socorredles, y creed lo que digo
Pues nadie se apiada de ellas
Ni los príncipes
se dignan escucharlas.
A su cargo quedaban su madre, sus tres hijos, de
nueve, siete y cinco años, y una joven sobrina que no tenía dónde ir. Sus dos
hermanos habían marchado a vivir a Venecia. A la tristeza por la ausencia y las penurias económicas,
se unieron las dificultades sociales que le sobrevinieron a Cristina, una mujer
joven, viuda, que había decidido terminantemente no volver a casarse. No iba a
buscar a otro hombre para que la protegiera en un mundo en el que las mujeres
no podían valerse por sí mismas. O al menos así se lo hacían creer. Con gran
esfuerzo, ella iba a demostrar que sí era posible. Así, Cristina hizo oídos
sordos a las burlas y calumnias que sobre ella se cernían, reclamó lo que era
suyo y luchó por recuperar los atrasos que a su marido no se le habían pagado
en vida y que ella exigía como propios. Veinte años tardaría en ver en su
bolsillo el dinero ganado por su difunto esposo. Para colmo de males, el poco
dinero que le quedaba lo invirtió, como era habitual en aquellos tiempos, en un
comerciante que no tuvo ningún remordimiento en timar a la desdichada viuda. La
venta de algunos de los dominios de su padre fue el siguiente paso para poder
poner un plato a la mesa que alimentara a sus hijos, su sobrina y su madre. Es
fácil comprender que Cristina terminara cayendo enferma y desesperada por
encontrar una solución a su situación.
Con aquel desolador panorama, Cristina de Pizán dio en
la poesía con su principal consuelo. Después de bregar con acreedores y
calumniadores, recluida en su habitación, daba rienda suelta a la rima en
formas tan diversas como baladas,
lais o rondós. Fue la tristeza
la principal fuente de inspiración de una obra poética que llegaría a engendrar
cientos de poemas en lo que, en palabras de Régine Pernoud, consiguió hacer
“malabarismos con los versos”. Unos versos que, para alivio de Cristina, tienen
muy buena aceptación cuando salen de la intimidad de su hogar. Desde que en
1399 publicara su primera compilación poética, Cien baladas, la
carrera literaria de Cristina de Pizán sería imparable. En poco tiempo publicó
hasta quince volúmenes poéticos demostrándose a sí misma que el esfuerzo que
había llevado a cabo había valido la pena: “…y como la mujer que ha dado a luz
olvida su dolor tan pronto como oye el grito del niño, también tú olvidarás el
trabajo y el esfuerzo al oír la voz de tus volúmenes”.
La obra poética de Cristina de Pizán, que supervisaba
ella misma desde su escritura hasta su edición final (recordemos), pasando por
las bellas ilustraciones que las iluminaban, llegó hasta personajes ilustres
como el condestable de Francia Charles
d’Abret o la propia reina
Isabel, a la que regaló un manuscrito dedicado.
Cristina de Pizán se había convertido en la primera
escritora profesional de la historia. Sus palabras, aquellas que le habían dado
consuelo a sus desdichas, habían pasado a ser también una manera de ganarse la
vida. Hasta Inglaterra llegó pronto la fama de aquella viuda poetisa, cuyos
versos serían en breve traducidos al inglés. Fue concretamente el conde de
Salisbury quien le mandó a Cristina el ofrecimiento de enviar junto a él a Juan
Castel, su hijo mayor, para darle una buena educación. Y de paso, la invitaba a
viajar también al otro lado del canal. Una vez más, las vicisitudes de la vida
la volverían a poner a prueba. Ricardo II de Inglaterra era destronado antes de
terminar el siglo y el conde de Salisbury hecho prisionero. El país vecino se
encontraba en una situación de caos, nadie sabía cuál había sido el destino del
monarca de la Casa Plantagenet, ni del conde que se había hecho cargo de su
amado hijo. Tras largos días de angustia, Cristina supo que su hijo Juan estaba
bajo la protección del nuevo rey, Enrique IV, otro admirador de su obra
poética. Cristina, a quien el monarca usurpador la había invitado también a su
corte, le envió uno de sus manuscritos y consiguió, al fin, recuperar a su hijo
después de tres largos años de ausencia. Con la llegada de su primogénito, ya
no estaba tan sola, pues en aquel tiempo, su segundo hijo había fallecido y su
amada hija había escogido la vida monacal y se había retirado al convento de
dominicas de Saint-Louis de Poissy. Juan daría otra satisfacción a su madre al
conseguir emular a su padre y conseguir el cargo de notario y secretario regio.
En 1404 la carrera de Cristina de Pizán daba un paso
más. En enero de aquel año, había regalado al duque de Borgoña, Felipe el
Atrevido, una de sus obras, el Livre de mutation de Fortune (El
libro de la mutación de la fortuna), escrito el año anterior. Poco
después recibía una invitación del duque para entrevistarse con él en el
Louvre. Cristina volvía a aquel palacio que fuera escenario de sus años felices
de la infancia para recibir uno de sus más ambiciosos encargos. Felipe iba a
pedirle que escribiera un libro sobre el reinado de su hermano, el desaparecido
Carlos V. En un tiempo en el que los hechos históricos de Francia estaban
reservados a grandes eruditos o a hombres de Iglesia, en concreto a los monjes
de Saint-Denis, se le encargaba a esta mujer singular una crónica sobre la vida
de un rey francés.
El Livre des faits du sage roi Charles V (El
libro de los hechos del sabio rey Carlos V) supuso para Cristina de
Pizán su reafirmación como escritora. Atrás dejaba las burlas y las calumnias
de aquellos que nunca creyeron que una mujer viuda pudiera ser algo más que
esposa para otro hombre.
Es curioso ver que justo un año después, en 1405,
Cristina decidiera escribir la obra por la que sería más conocida y se
convertiría en la primera feminista de la historia. Cristina llevaba años
oyendo y sufriendo en su propia piel diatribas que afectaban a la dignidad de
las mujeres. Había tenido que soportar difamaciones acerca de su persona.
¡¿Cómo una mujer joven como ella, viuda en edad aún de encontrar un nuevo
marido, decidía quedarse sola?! Algún amante tendría, afirmaron algunas mentes
cerradas de su tiempo. Pocos creyeron en ella, en su fuerza de voluntad y su
valentía no sólo para sacar adelante a su familia, sino haciéndolo alejada de
una rueca, pegada más bien a un escritorio y pasando largas horas rodeada de
libros.
Seis años antes, Cristina ya se había atrevido a
enfrentarse a Jean de Meung, un universitario de París que decidió darle un
final propio a una de las obras más leídas en aquel tiempo, el Roman
de la Rose. De Meung transformó lo que era uno de los romances más
delicados en lo que a amor se refiere en un alegato misógino en el que no sólo
convertía al amor en un acto puramente físico para satisfacer instintos
(masculinos, se entiende), sino que puso a la mujer en el pedestal del más alto
desprecio. A Cristina poco le importó que Jean de Meung formara parte de la
prestigiosa universidad parisina, uno de los centros del saber en auge, y
decidió darle la réplica con un poema publicado en 1399. En Eprite au
dieu d’Amour (Epístola al Dios del Amor) Cristina
ponía de manifiesto la situación de las mujeres de su tiempo:
Se quejan las citadas damas
De grandes extorsiones, reprobaciones,
difamaciones,
Traiciones, ultrajes muy graves,
Falsedades y muchos otros daños
Que, todos los días, reciben de bellacos
Que las
culpan, difaman y engañan.
Con la contundencia que caracterizaba sus mensajes,
añadía:
Concluyo que todos los hombres
razonables
Deben apreciar, querer, amar, a las
mujeres…
A ellas,
de quienes todo hombre desciende.
Seis años después de este duelo dialéctico, Cristina
había pasado de ser una poetisa de renombre a convertirse en la cronista del
duque de Borgoña. Así que, cansada de tanto disparate lanzado a las de su sexo,
una vez había conseguido el reconocimiento de grandes personajes, como hemos
visto, no se contentó con eso y aprovechó su posición para hacer algo que,
posiblemente, muchas mujeres habían soñado pero pocas, por no decir ninguna, se
había atrevido a realizar: hablar públicamente de la lamentable y absurda
misoginia imperante. Cristina de Pizán había decidido imaginar un mundo a su
medida en el que reivindicar la dignidad de las mujeres, iba a crear su
propia ciudad de las damas.
El detonante de su pública indignación sucedió, como
ella misma relata al inicio de la obra, un día en el que “cayó en mis manos
cierto extraño opúsculo […] que tenía como título Libro de las
lamentaciones de Mateolo” cuya lectura le provocó una “profunda
perplejidad”. Cristina entra entonces en una meditada disquisición en la que no
entiende cómo Dios, en su infinita perfección, ha podido un ser tan “abyecto”
con la mujer. “¿Cómo iba a ser posible que te equivocaras?”, se pregunta
Cristina.
“Tienes que saber que las mujeres no pueden dejarse alcanzar por una difamación tan tajante”. Esta que habla es la primera de las tres damas que se acercan a Cristina para consolar su ánimo perturbado. Se trata de Razón, quien le habla con inteligencia y le anuncia explica por qué se acerca a ella: “Se trata de expulsar del mundo el error en el que habías caído, para que las damas y todas las mujeres de mérito puedan de ahora en adelante tener una ciudadela donde defenderse contra tantos agresores. […] Así, querida hija, sobre ti entre todas las mujeres recae el privilegio de edificar y levantar la ciudad de las Damas”. Derechura y Justicia son las otras dos damas que guiarán a Cristina en su camino para desenmascarar la verdadera razón de tanto odio a las mujeres: “Quienes han acusado a las mujeres por pura envidia son hombres indignos que, como se encontraron con mujeres más inteligentes y de conducta más noble que la suya, se llenaron de amargura y rencor. Son sus celos los que les llevan a despreciar a todas las mujeres porque piensan que de esta forma ahogarán su fama y disminuirán su valía”. Algo que a buen seguro Cristina había sufrido en propia piel.
La ciudad de las Damas se articula a partir de distintas disquisiciones
entre Cristina y las tres damas, quienes van construyendo su ciudad a partir de
comentarios a testimonios de hombres eruditos que cargan contra ellas y
justificando sus argumentos con ejemplos reales de la historia. Y es que La
ciudad de las Damas nos regala también una serie de biografías de
mujeres históricas como algunas reinas y emperatrices del pasado de la talla de
Zenobia, reina de Palmira que puso en jaque al todopoderoso Imperio romano, o
personajes femeninos míticos como las amazonas. Todas ellas van desfilando
dentro de los muros de la ciudad alegórica creada por Cristina para demostrar
que las mujeres no sólo nacieron para dedicarse a las tareas del hogar: “Ahí se
ve la ingratitud de quienes hablan así.” Cristina insiste en que Dios “se ha
complacido en conceder a las mujeres tantas facultades intelectuales que su
inteligencia no sólo es capaz de comprender y asimilar las ciencias sino de
inventar algunas nuevas […]. Recuerda el ejemplo de Carmenta, […] ella inventó
el alfabeto latino”.
Esta capacidad de asimilación intelectual nos lleva a
otra aseveración que después de ella, muchos siglos después, las mujeres
defensoras de sus derechos, repetirán hasta la saciedad: “Si la costumbre fuera
mandar a las niñas a la escuela y enseñarles las ciencias como método, como se
hace con los niños, aprenderían y entenderían las dificultades y sutilezas de
todas las artes y ciencias tan bien como ellos”.
Cristina, que años antes ya se había enfrentado con
una eminencia de las letras como Jean de Meung, se posicionaba abiertamente en
contra de las creencias de su tiempo no en un poema, sino en un libro dedicado
única y exclusivamente a ensalzar con razonamientos, al sexo débil. ¿Cuál sería
la respuesta a tan osado ejercicio de crítica social en plena Edad Media? Por
desgracia no nos han llegado testimonios sobre el efecto que provocó la obra de
Cristina pero nos podemos imaginar, y esto es una suposición totalmente
personal, que las mujeres aplaudirían en silencio su valor mientras que los
hombres a los que había atacado veladamente mirarían a esta mujer con recelo si
no con odio. La ciudad de las Damas no provocó un cambio de
mentalidad en los que vieron aparecer su primera edición pero fue sin duda uno
de los pilares que ayudarían a construir toda la teoría del feminismo y la
emancipación de la mujer. Siglos después de que Cristina de Pizán se enfrentara
a un mundo hostil hacia ella por el mero hecho de ser mujer y respondiera con
argumentos valientes, su voz no consiguió ser silenciada. Su obra, sobre
todo La ciudad de las Damas, se ha convertido en uno de los
principales libros para todo aquel interesado en los estudios de género.
Aquella mujer que vio cómo su vida se desmoronaba en poco tiempo y salió
adelante demostrando al mundo una gran dignidad, había escrito, probablemente
sin saberlo, uno de los capítulos más determinantes de la historia de las
mujeres.
Los últimos años de su vida los vivió retirada en el
monasterio de Poissy donde permaneció junto a su hija en una vida de oración y
dedicó algunas obras suyas a temas piadosos antes de fallecer hacia 1430. Pero
como no podía ser de otra manera, sus últimos versos fueron dedicados a otra
gran mujer que vivió su mismo tiempo. Le Ditie de Jehanne d´Arc (Canción
a Juana de Arco) ensalza a la doncella de Orleans, otra de las muchas
mujeres que seguramente Cristina de Pizán habría acogido en su idílica ciudad
de las Damas.
Este
texto pertenece a Mujeres silenciadas en la Edad Media (Pinto
de Vista Editores, 2016), el primer libro de una auténtica conocedora del
universo femenino a lo largo de la historia: Sandra Ferrer Valero.
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