Pierre Lemaitre nos presenta al comandante Verhoeven

                                                          “¿Cuántos asesinos anónimos seguirían en libertad debido a la negligencia de policías cansados?”

 


Iréne (titulada originalmente Travail soigné, ‘Trabajo limpio’, publicada en 2006 y traducida para la edición española, aparecida nueve años más tarde, por Juan Carlos Durán Romero) es la primera novela del escritor francés Pierre Lemaitre, también la primera de su serie policiaca con el comandante Verhoeven (jefe de grupo en la Brigada Criminal de París) como protagonista. Y es una excelente novela, pura metaliteratura ennegrecida por ese saber hacer excelente de Lemaitre para con la novela negra. Una obra de arte literario.

 

“Cuando llegaban a la escena de un crimen, inconscientemente, los más jóvenes buscaban con la mirada el lugar donde se encontraba la muerte. Los más curtidos buscaban la vida”.

 

Lemaitre (que cita antes de comenzar su narración a Rolan Barthes: “El escritor es una persona que encadena citas quitando las comillas”), nos presenta en Iréne a su protagonista, Camille Verhoeven, como en todo arranque de una buena serie que se precie:

 

“[…] la hipotrofia fetal que había marcado el nacimiento de Camille. Desde lo alto de su definitivo metro cuarenta y cinco, Camille no sabía, en aquella época, a quién odiaba más, a esa madre envenenadora que le había fabricado como una pálida copia de Toulouse-Lautrec solo que menos deforme, a ese padre tranquilo e impotente que miraba a su mujer con la fascinación de los débiles, o a su propio reflejo en el espejo: a los dieciséis años, todo un hombre que se había quedado a medio hacer”.

 

Un hombre a medio hacer, pequeño, con “cuerpo de eterno niño”: ese es el aspecto de Verhoeven, el policía Verhoeven. Por supuesto, él es mucho más. Aunque en Iréne conoceremos al auténtico comandante Verhoeven (“concentrado, metódico”) al mismo tiempo que al literario comandante Verhoeven (a quien le escuchamos decir que “quizá nuestra profesión no sea tan novelesca”): ese es el truco artístico de Lemaitre del que no te adelanto nada más.

 

            “El gran espejo deformante de la literatura”.

 

Conocemos también a su jefe, el comisario Le Guen, “un tipo grandote que, como llevaba veinte años a régimen sin haber perdido un solo gramo, había adquirido por ello un fatalismo vagamente exhausto que se leía en su rostro y en toda su persona”.

A su ayudante Louis Mariani, “rubio, peinado con raya a un lado y ese mechón algo rebelde que se aparta con un movimiento de cabeza o una mano negligente pero experta, y que pertenece genéticamente a los hijos de las clases privilegiadas […], físicamente Louis [de alguna manera, para Verhoeven, su sucesor], era alguien elegante, delgado, delicado, profundamente irritante: pero, sobre todo, Louis era rico. Con todo lo que conlleva ser rico de verdad”. Verhoeven y su ayudante “no habían forjado nunca una amistad, pero se estimaban, lo que para ambos constituía la mejor garantía de una colaboración eficaz”.

También nos presenta Lemaitre a la esposa de Camille Verhoeven: Irène, una “de esas personas que generan confianza, de esas que saben manejar las situaciones”. Y a los otros dos policías a sus órdenes directas, Armand y Maleval: “la antítesis el uno del otro, uno el exceso y el otro el defecto”. Si Jean- Claude Maleval “tenía veintiséis años y un encanto del que abusaba como abusaba de todo, de la noche, de las chicas, del cuerpo”, era “el tipo de hombre que no se esconde, exhibía, sistemáticamente, un rostro agotado” y “tenía el perfil de un futuro corrupto”; Armand, de “escrupulosa integridad”, era un policía que “trabajaba en silencio, trabajaba bien”, pero se había agenciado una “reputación del rácano más sórdido que jamás hubiese pertenecido a la policía, era un hombre sin edad, largo como un día sin pan, de facciones marcadas, delgado e inquieto”, de tal manera que todo lo que podía definirle “se situaba en el lado de la escasez” y “era la encarnación de la penuria: su avaricia no tenía el encanto de un rasgo de carácter, era una patología pesada, muy pesada, infranqueable”.

Hay crueldad a raudales en esta novela impactante, y sabemos que “no hay estrategia frente a le crueldad”. No la hay. “En literatura, el crimen es tan antiguo como el amor”. (Le Guen le dice a Verhoeven:)

 

“Los hombres matan mujeres desde la noche de los tiempos, y han agotado casi todas las formas de hacerlo. Las violan, las trocean..., te desafío a encontrar a un tipo que no haya tenido ganas alguna vez. Yo mismo, sin ir más lejos..., ya ves”.

 


Iréne
es mucho más que una novela policiaca, mucho más que una novela del género negro, es una magnífica reflexión narrativa sobre un tipo de literatura a menudo denostado, maltratado. Uno de sus personajes (uno de los más importantes protagonistas del libro, no digo más) escribe lo siguiente:

 

El éxito indescriptible de la literatura policiaca demuestra, con toda evidencia, hasta qué punto el mundo necesita de la muerte. Y del misterio. El mundo persigue esas imágenes no porque necesite imágenes. Porque solo tiene eso. Aparte de los conflictos bélicos y de las increíbles carnicerías gratuitas que la política ofrece a los hombres para calmar la inagotable necesidad de muerte, ¿qué tienen? Imágenes. El hombre se nutre de imágenes de muerte porque tiene hambre de muerte. Y solo los artistas pueden aplacarla. Los escritores escriben sobre la muerte para los hombres a los que les hace falta la muerte, crean dramas para calmar su necesidad de drama. El mundo quiere siempre más. El mundo no quiere solamente papel e historias, quiere sangre, sangre de verdad”.

 

Sangre de verdad, misterio y muerte. Porque, como reconoce en el colofón Lemaitre, Irène es un “homenaje a la literatura, este libro no existiría sin ella”.

 

Acabo con una reflexión de Camille Verhoeven: ¿existe algo que no sea asunto de la policía?

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