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La soledad del manager y aquellos libros que no son solo libros


La soledad del manager
. Tercera, segunda quizás en realidad, de las novelas que Manuel Vázquez Montalbán escribiera con el detective privado Pepe Carvalho como protagonista, aquella saga fabulosa, aquel monumento universal a la novela negra, a la novela, a la literatura. La novela La soledad del manager en una edición de bolsillo que yo dejé olvidada en uno de aquellos autobuses, los llamábamos piratas, que nos traían y llevaban cuando cumplíamos nuestro servicio militar obligatorio desde la base militar de Bétera hasta la plaza del Conde de Casal en mi Madrid eterno. 1986, el año del olvido. Lo del olvido es un decir, porque yo jamás la olvidé. Leí toda la saga de Carvalho, todas las novelas, de Carvalho o no, escritas por el genio que fue Vázquez Montalbán. Aquel genio necesario. Y ahora mismo acabo de terminar de completarla. Porque me propuse hace poco hacer algo que no había hecho jamás antes: leer una novela que interrumpí por malas suerte o por desgaste o por aburrimiento. La mala suerte no merecía acabar con el placer que es leer un Carvalho, cualquier Carvalho. Imprescindible fuiste para mi educación sentimental y moral, Manuel. Cómo te añoro.

1977. Cuando en España construíamos la democracia a base de realidad, Vázquez Montalbán publica en la editorial Planeta la tercera novela (segunda si uno desconsidera ese disturbio onírico que es Yo maté a Kennedy, la primera vez que Carvalho protagoniza una novela) de la serie-saga Carvalho. La soledad del manager se funde, también, con la vida española, con los días sociales y políticos de aquellos tiempos en los que el escritor barcelonés escribía y situaba sus carvalhos. Y digo también, como el resto de los libros de la serie-saga, exceptuando aquel fundacional, aparecido en 1972. Porque la serie Carvalho es un poco la historia de la España en la que transcurrían las jornadas del detective privado de origen gallego. Historia de España.


Son aquellos libros propios de un tiempo concreto. También anterior a éste. Menos preocupado por el daño nunca premeditado a determinados colectivos, determinadas sensibilidades, determinadas realidades empoderadas. Tiempos en los que un personaje de una novela, el manager de La soledad del manager, sin ir más lejos, dice a voz en grito:

 

            “¡La gastronomía y las mujeres nos han salvado de la desesperación franquista!

 

Pepe Carvalho, que tuvo en su momento sus ideas, pero al que ya sólo le “quedan unas cuantas vísceras en muy buen uso”. Ese Carvalho. Y el manager, “un ejecutivo muy agresivo” que “no podría superar el naufragio de cada día en la soledad (la soledad del manager)” de no haber sido capaz de reconfortarse, un segundo antes del agotamiento, por medio del estímulo taylorista, fordista. Carvalho y el manager. Sigo.

 

“¡Hay que ver los recuerdos! Cualquier cosa te desencadena un amontonamiento de imágenes rotas”.

 

Y aquella prosa especialísima de Manuel Vázquez Montalbán. Aquella poesía que aparecía como si tal cosa en sus novelas. Como si tal cosa:

 

“Como si los vapores de los viejos volcanes se hubieran vuelto niebla fría y húmeda, de la tierra gris cada mañana de invierno suben los vapores que empapan las viejas geometrías de las casonas que limitan Vich. Expulsada de la villa por el aliento de los primeros portales abiertos, la niebla se ceba en las casillas de adobes encalados que marcan la transición entre la vieja ciudad y su paisaje de turones grises. A estas horas de la mañana no se percibe plenamente el paisaje de antiguo desastre prehistórico, de fin del mundo limitado que alguna vez debió ocurrir en la hoy llamada llanura de Vich, un ceniciento terreno salpicado de autocontrolados cerrillos de cenizas petrificadas”.

 

Por La soledad del manager, por aquella Barcelona que se sabe Europa, deambulan personajes literarios vivientes de aquellos que Vázquez Montalbán era capaz de erigir desde su universo literario culturalmente completo, total, pleno de una vitalidad cuajada en las calles, en donde la vida tiene lugar. Charo (“la boca de Charo le besaba pequeñamente toda la geografía de la cara”), Bromuro… Y Biscuter, por supuesto.

 

“Al cuidado del despacho estaba Biscuter, ex compañero de cárcel de Carvalho. El detective nunca había sabido su nombre. Durante años de vez en cuando se decía: He de preguntarle cómo se llama. Pero el uso continuado de Biscuter cumplía la función y le desmemoriaba. Obseso por los coches ajenos, Biscuter había sido culito de cárcel durante quince años de larga adolescencia: de los quince a los treinta. Pequeñísimo, con cabeza de hijo de fórceps, de cómica calvicie con los parietales llenos de rubia vegetación hirsuta, pómulos colorados sobre un rostro harinoso, gruesos labios rosas caídos, ojos de pescado hervido, estaba orgulloso de su nervio, de su vitalidad cotidianamente puesta a prueba en el servicio de Carvalho”.

 

También personajes más coyunturales, como Marcos Núñez, que “cumplía la función de conservar en su archivo mental la memoria y el deseo del renacimiento de la izquierda moral en la España franquista, como se conserva en platino la barra referencial de la unidad básica del sistema métrico decimal”.

 

            “—Ustedes los comunistas son la reserva puritana del mundo.

—Algún día se nos hará justicia”.

 

Porque sabemos que en la serie Carvalho los libros (de Carvalho, en la casa de Carvalho) arden bien (“no se preocupe, es sólo un libro”), en La soledad del manager podemos leer esto:

 

“El fuego brotó incontenible y la cultura impresa ardió cumpliendo su misión de alimentar fuegos más reales”.

 


Los amigos de los tiburones, los tiburones mismos, qué diantres, pueblan las páginas de La soledad del manager y su moral inmoral campa a sus anchas por la España recién salida de la dictadura franquista y por la novela de Manuel Vázquez Montalbán. No es extraño escucharle esto a uno de ellos, a un tiburón, de las finanzas, se entiende:

 

“Cuando se descubre que se vive solamente una vez es cuando se ha alcanzado la madurez. Entonces, una de dos: o decides vivir materialmente lo mejor posible, o te drogas de trascendencia y te haces religioso como Núñez”.

 

La muerte de Franco y Pepe Carvalho:

 

“Alegría en el cerebro y en el corazón, silencio en los labios. En las tiendas se agotaban las botellas de champán barato, calles y terrazas llenas de gentes en busca del placer de estar juntos sin la gran sombra aplastante, pero en silencio, todavía la prudencia como virtud garantizadora de mediocres supervivencias, últimos resultados de la educación del terror. Mas aquel pasado le pertenecía de alguna manera. Sabía su lenguaje. En cambio el futuro abierto por la muerte de Franco le parecía ajeno, como agua de río que ni has de beber, ni te apetece beber”.

 

Son los años en los que el gran capital no se había dividido entre un bloque nostálgico del franquismo (el bunker económico) y los partidarios de un cambio controlado y controlable, sino que lo que hacía era jugar al cambio controlado pero “sin levantar la mano de la pistola, por si acaso”, de tal manera que le soltaban “veinte duros a los neo-franquistas, otros veinte duros a los del centro democrático y las cien pesetas restantes a la ultraderecha y las policías paralelas”. Eran los tiempos en los que vivíamos “casi en una democracia”.

Y siempre Carvalho (más charnego que catalán, a decir de sí mismo), que no pudo liberarse definitivamente “de la condición de animal ahogado en la tristeza histórica” ni siquiera abandonando las calles barcelonesas donde creció. La llevará encima, la lleva encima, “como el caracol lleva su cáscara”, de modo que cuando “decidió aceptar todo lo que le había hecho lo que era y quien era”, regresó a aquellos escenarios de su infancia y adolescencia.

Carvalho y los modelos de comportamiento a elegir:

 

“¿A quién debo imitar? ¿A Bogart interpretando a Chandler? ¿A Alan Ladd en los personajes de Hammet? ¿Paul Newman en Harper? ¿Gene Hackman en La noche se mueve?”

 

Carvalho, el huelebraguetas “dedicado a casos residuales”; José Carvalho Larios, “devoto del sentimiento trágico de la comida”, Carvalho, “un hombre bien distinto al que había pasado por la CIA lleno de cinismo y despecho”. Carvalho y “su mala educación sentimental basada en la aspiración de absoluto”,

 

            “—¿Usted es de los que cuando oyen la palabra cultura sacan la pistola?

—No. Yo saco el mechero”.

 

Al fin y al cabo, para Pepe Carvalho, para Manuel Vázquez Montalbán creo que también, “la cultura es guisar con salsas o sin salsas”.

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