La causalidad, no la fatalidad, la memoria
expuesta a todo en su lucha contra la explicación, contra los porqués, contra
la comprensión. Eso es Indignación, de
Philip Roth, una de las últimas novelas del gran escritor estadounidense que yo leí
en las tardes de verano elástico canario de un mes de octubre.
El protagonista
de esta obra menor del Gigante Roth dice
de él mismo:
“Al comienzo de mi vida adulta,
antes de que todo resultara de improviso tan difícil, tenía un gran talento
para sentirme satisfecho”.
Y es ahora, al
releer esa frase justo cuando me dispongo a escribir sobre Indignación, cuando caigo en la cuenta de que lo que nos relata
esta novela breve y magnífica es eso: cómo perdemos, cómo pierde el
protagonista, el talento para sentirnos, para sentirse, satisfecho.
Él es alguien
que siempre está trabajando en su persona, siempre “estaba persiguiendo un
objetivo”.
Es este un libro
sobre la memoria (“aunque esta perpetua rememoración no sea más que la antesala
del olvido”), no uno más, cuyo relato puede resumirse en una de las frases que brota
del pensamiento muerto de su protagonista
(para quien recordar lo es todo, incluso algo que se confunde con el sueño,
para quien su narración es la narración de un juicio interminable de sí mismo):
“No sólo estás encadenado a tu
vida mientras la vives, sino que sigues atado a ella cuando te has ido”.
Indignación es para Marcus Messner, el
protagonista-narrador, “la palabra más hermosa de la lengua inglesa”. Y en ella
se muestra crudamente la indignación de un ateo que “se siente profundamente
ofendido por las prácticas y las creencias de la religión organizada”. Un ateo
indignado porque se le obliga a escuchar los “sermones de moralistas
profesionales” que le digan “cómo debería actuar”. Alguien que no necesita
ningún Dios que le diga cómo debe comportarse:
“Soy totalmente capaz de llevar
una vida regida por la moralidad sin reconocer creencias que no es posible
corroborar y son inverosímiles, y que, a mi modo de ver, no son más que cuentos
de hadas para niños sostenidos por adultos y que, en realidad, no tienen más
fundamento que la creencia en Papá Noel.”
Un ateo
indignado que evoca las palabras que componen la obra de Bertrand Russell
titulada Por qué no soy cristiano,
donde se explica que “la religión se basa fundamentalmente en el miedo: el
miedo a lo misterioso, el miedo a la derrota y el miedo a la muerte. El miedo,
para Bertrand Russell, es el padre de la crueldad, y, por lo tanto, no es de
extrañar que la crueldad y la religión hayan ido de la mano a lo largo de los
siglos. Conquistad el mundo por medio de la inteligencia, dice Russell, y no
por estar sometidos como esclavos bajo el terror que conlleva vivir en él.
Llega a la conclusión de que el concepto de Dios es indigno de hombres libres”.
Un ateo que pide
que se entienda que tiene todo el derecho a procurar vivir de acuerdo con los
pensamientos de un filósofo de reconocidísimo prestigio intelectual.
Un ateo al que
considerar a la religión (cristiana, porque de esta religión es de la que va la novela de Roth) “¡una putrefacta y
primitiva superstición!”, al que no ser capaz de convivir con el culto público
de una “¡lunática piedad acerca de nada!” tal vez, no te adelanto nada, acabe
por costarle la propia vida que tan magníficamente nos relatan él mismo (acodado en su dolorosa memoria
eternizante) y el escritor Roth, a lo largo de las brillantes páginas de Indignación.
No leas a partir
de aquí. Quedas advertido.
Indignación narra “la terrible, la incomprensible
manera en que las elecciones más triviales, fortuitas e incluso cómicas
obtienen el resultado más desproporcionado”. Es como una novela de Paul Auster
pero a lo grande. A lo MUY grande.
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