El animal Philip Roth moribundo


El animal moribundo es una breve novela de Philip Roth, una de sus últimas novelas. Mucha muerte hay en este desesperado canto vital que es El animal moribundo.

Escrita justo después de su muy reconocida y reconocible trilogía (Pastoral americana, 1997; Me casé con un comunista, 1998; y La mancha humana, 2000), El animal moribundo aparece con el milenio y algo de ese cambio de milenio se deja sentir en sus pocas e intensas, intensísimas páginas; un cambio de milenio al que asisten sus dos principales personajes, agotados por la zozobra y ajenos a la deslumbrante celebración planetaria, ensimismados en ese lento observar a la muerte y su negativa escisión del deseo y en su resistencia a la peligrosa presencia del amor.

El anciano y vital protagonista de esta novela de Roth, “un hombre que ama a las mujeres”, es “muy vulnerable a la belleza femenina”, ante la cual se reconoce “indefenso”:

          “Veo la belleza y me ciega para todo lo demás”.

La belleza y la enorme potencia de la inmovilidad de la belleza, de las mujeres bellas que encandilan a nuestro protagonista, un hombre libidinoso que sabe muy bien lo que es “la deliciosa imbecilidad de la lujuria”.

“Uno no tendría dos tercios de los problemas que tiene si no corriera el albur de la jodienda. El sexo es lo que desordena nuestras vidas normalmente ordenadas. Lo sé tan bien como cualquiera”.

Pero no es frivolidad lo que recorre El animal moribundo. No es la inconsistencia de un rijoso ser literario masculino la que protagoniza El animal moribundo. No.

“¿Qué puedo hacer ante el hecho de que, por lo que puedo decir, no hay nada, absolutamente nada, que se apacigüe, por muy viejo que sea uno?”

Y la muerte, que es junto al sexo, el eje central por donde esta gran novela breve discurre obsesivamente sin suponerle al lector una asfixia desalentadora. (Del todo.)

“Es preciso distinguir entre el morir y la muerte. Si uno está sano y se encuentra bien, el morir es invisible. El fin que es una certidumbre no se anuncia necesariamente de un modo llamativo.
[…]
Por lo demás, uno es inmortal mientras vive”.

Sexo. Muerte. Hay hasta un explícito reconocimiento del narrador, que es Roth, por supuesto, que es el protagonista, donde se hilan con fuego ambas palabras cuando le dice a ese prácticamente mudo interlocutor con quien habla a lo largo de la novela:

“El sexo no es sólo fricción y diversión superficial. El sexo es también la venganza contra la muerte. No te olvides de la muerte. No te olvides jamás. Sí, también el poder del sexo es limitado. Sé muy bien lo limitado que es. Pero, dime, ¿qué poder es mayor que el suyo?”

En El animal moribundo, Philip Roth se permite rastrear brillantemente una de las diferencias esenciales entre las sociedades resultantes de los regímenes liberal-democráticos y los totalitarios. Así se dirige a su propio hijo el protagonista en una aventurada exhibición de padre regalando consejos:

“Vivir en un sistema que, en lo esencial, es indiferente a cómo te comportes mientras tu conducta sea lícita, significa que lo más probable es que el sufrimiento con el que te encuentres lo hayas generado tú mismo. Sería distinto si vivieras en la Europa ocupada por los nazis o en la Europa dominada por los comunistas o en la China de Mao Zedong. Ahí te manufacturan el sufrimiento: no es necesario que des un solo mal paso para que nunca quieras levantarte por la mañana. Pero aquí, libre de totalitarismo, un hombre como tú tiene que procurarse su propio sufrimiento. […]
Aquí, el único tirano al acecho será la convención, a la que tampoco hay que tomar a la ligera”.

Un protagonista de la novela que destila algo que hoy en día, y no digamos mañana, o pasado, probablemente sea un machismo algo patético difícil de consentir, aunque fácil de entender, especialmente cuando habla del “patetismo de la necesidad femenina” que crea una “adicción arcaica” considerable en algunos hombres. Una adición arcaica “que, por cierto, en los tiempos de la mujer dependiente esclavizaba a todos los mejores hombres” (sic). Ya la hemos liado.



Existe una “ley de la distancia estética”, a decir del mejor amigo del protagonista de El animal moribundo. Se trataría de no imbuir de sentimiento las experiencias estéticas, de no personalizarlas, no sentimentalizarlas. Se trataría de “percibir la separación esencial” que permita el mero goce. El amor sería así una obsesión, basado en la creencia de que al enamorarse uno se completa, basado en la creencia en “la unión platónica de las almas”, cuando en realidad uno estaría ya completo antes de empezar una relación física, y es el amor el que te fractura: “estás completo, y luego estás partido”, “el apego es ruinoso y es tu enemigo”. Todo lo que se nos da en la vida es “un paladeo, no hay nada más”. Pues bien, quien así habla protagoniza la escena culmen de la novela, no la última, la escena más sublime (en la que ese amigo, moribundo, transmite “el puro perfume de existir”), una escena de muerte y de amor inquebrantable, todo lo contrario de ese paladeo que él mismo quiso ver en lo que bien sabía que en realidad era AMOR.
         
“Consume mi corazón; enfermo de deseo
y atado a un animal moribundo
no sabe lo que es”.
W. B. Yeats


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