Uno ve una película
de héroes protagonizada por el magnífico actor que es Tom Hanks y uno evita a duras penas sentirse un héroe, porque eso
es lo que quiere el gran director cinematográfico que es Clint Eastwood: que nos emocionemos de lo grandes que podemos llegar a ser
los denostados seres humanos, esa pandilla de esqueletos dotados de sangre y
carne que habitualmente destrozamos todo cuanto tocamos.
Sully fue un héroe y Sully,
que es un Hanks portentoso −porque Tom es ese tipo de intérpretes
que consigue inmortalizar un perfil real o ficticio a través de la sensación de
que ellos mismos son ese ser extraordinario o anodino que recrean para la gran
pantalla−,
es un héroe a nuestros ojos, un héroe hecho de las pequeñas miserias de que
todos estamos hechos que es capaz de serlo sin serlo, sin querer serlo, sin
saber serlo, porque lo único que sabe Sully es ser un hombre, un ser humano concienciado de que su
deber es más importante que cualquier otra cosa que en el mundo exista.
En el cine de Eastwood siempre permanece encendida la llama
de la grandeza humana, esa que nos mantiene espléndidamente unidos al destino
del planeta Tierra, todavía. Eastwood es un caballero conservador
estadounidense que en ocasiones pasa por ser el retrógrado que quizás sea, pero
como cineasta es una especie que se extinguirá dejándonos sin la estela de John Ford, y eso será una
verdadera lástima.
Larga vida a Clint Eastwood.
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