Con el escritor Eduardo Laporte comparto algunas cosas y a él me unen otras, todas ellas pequeñas y enormes a la vez, por eso leerle supone tener que desplegar ese agudo instinto del crítico que lee por gusto y admiración pero no puede dar a entender que hay, de antemano, cariño hacia su manera de ver las palabras escritas. Un cariño que se acrecienta sin que el riguroso espesor de la empresa decaiga. Hay entusiasmo, pero también confrontación con lo que se quiere leer. Por eso creo que puedo escribir con cierta autoridad objetiva (equilibrada, al menos) lo siguiente sobre su libro de comienzos de 2025 titulado La vida suspendida, del cual él mismo dice convencido que es una novela. Y si quien lo escribe lo dice, lo es.
Comienza
prologándose el autor para explicar que lo que vamos a leer es un “monólogo
de dramática autoficción íntima” que está dedicado a narrar la interrupción
voluntaria del embarazo que su pareja, María, llevaba varios días gestando.
Nos dice Laporte enseguida que Relato de un aborto “podría haber sido el
título que no dejara lugar a dudas”. En cualquier caso, quiere, quiso él, que
lo que escribiera estuviera bajo los marchamos de la precisión y el misterio:
son palabras suyas. Tan verdadero es su escrito, lo iba a ser, que se vio
obligado a “recurrir a injertos de ficción para hacerlo creíble”.
“La
vida es duelo, eterna despedida de cosas que mueren, y es nuestro deber
celebrarlo; de ese suelo nutriente nacen nuestras vidas en un ciclo incesante”.
Por eso mismo, a mí como a tantos otros, nos gusta recordar, como a la María de
La vida suspendida, que “cada día es único”.
Le
dice el autor al no-nato, a Serafín, protagonista o coprotagonista del libro,
cosas literariamente impactantes, aclaratorias pero literarias, cosas como
esta:
“Nosotros preferimos no tenerte”.
La
novela está escrita directamente al corazón y al cerebro de quien la
lee. Directamente. A los dos sitios. Y ese es su gran mérito. Lograrlo. Que
llegue a los dos lugares.
[...]
Todo
lo que se cuenta en este libro (todo no, ya se me entiende, pero sí el meollo)
sucedió en dos semanas. [...]
“El
tiempo cura, pero también mata más, con esa arma de destrucción masiva que es
el olvido”.
[...]
Hay
muchas cosas (frases, párrafos, páginas, capítulos…) que me cautivan del libro,
como cuando dice aquello del “correctivo cósmico llamado a impedir que nos
fuéramos de rositas morales”, o como cuando habla del “protagonista ausente
de estas páginas”, que son “reflexiones lastimeras de un duelo pequeño pero
profundo”.
“¿Qué
es este texto? Quizás sea más ficción de lo que el lector cree, quizá me lo
esté inventando todo y no hubo clínica El Encinar ni garbanzos ni granos de
mostaza y este ejercicio narrativo no sea sino un paliar mi grafomanía o saciar
mis anhelos creativos con una apuesta que ponga en jaque las fronteras de lo
real y lo imaginado”.
Dice
el autor que escribe “para dejar constancia de un asombro: el de lo real. Porque
este escrito puede ser una ficción, pero Serafín fue real, aunque real
venga de reo, condenado a muerte, siendo esta lo único real”.
En
aquellos días raros lo que ocurrió fue “un mezclarse” el “ingenuo
apetito de ser padre, juguetón e inconsciente”, de Eduardo con “el alivio de la
serenidad de María al arrojar toneladas de sensatez”. María “y aquel estado
suyo de poca esperanza”. Las palabras, con las que juega Laporte en este deliberado
arte literario que supera el ingenio para dar en ser eso, ARTE.
Aquellos
días raros de un “trémulo proyecto que ni siquiera llegó a tomarse en
consideración sino como extravagancia, como locura que no nos permitiríamos
llevar a cabo”.
En
La vida suspendida, parece mentira,
abunda lo cómico, pero no se adueña del asunto, donde el dilema moral está
siempre presente (más que el propio Serafín).
“Y quizá en una de esas idas y
venidas por las sagradas sinfonías del tiempo y el espacio, por el eje de
coordenadas del pasado, presente y futuro, a través de la alfombra turca sobre
la que se sentaba Battiato a imaginarse sobrevolando la época grecolatina, me
encuentre con la mirada del hijo que no tuve, del niño que jamás conocimos”.
Admite
Laporte escribir lo que escribe en este libro “para pedirle perdón [a Serafín],
como una forma de penitencia”. Y transforma con el runrún de su escritura
horadante esa penitencia en algo extraordinario que se lee, no sin cierta
congoja, pero también con el placer irrenunciable que proporciona siempre la
literatura consecuente. [...]
Ignoro
si “esta larga divagación” dio en ser la mejor terapia para el autor, pero lo
que sí creo saber es que este libro no es un “libro sobredimensionado en su
pena amplificada”. Eso sí, admito que esa pena
amplificada lo gobierna. No en vano, Laporte, en tanto que autor, es un
“prestidigitador de la palabra”. Y brilla cuando descubre que “nos dejamos
vencer por la ilusión de que tenemos un hogar, de que hay un mundo que nos
pertenece y nos abriga. De que podemos vivir nuestra libertad acompañados”.
Vaya si brilla.
“Al fin y al cabo, toda la literatura,
incluso la más grave, es un juego”.
Este texto pertenece
a mi artículo ‘Laporte y el asombro de lo real’, publicado el 26 de
marzo de 2025 en Letras 21, que puedes leer completo EN ESTE ENLACE.
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