La novela del escritor australiano y sudafricano J. M. Coetzee La edad de hierro, la sexta suya, publicada en 1990 (con el título original de Age of Iron, escrita entre 1986 y 1989) y traducida espléndidamente a mi idioma doce años después por Javier Calvo, me ha recordado al leerla a otra suya muy posterior que yo disfruté antes (y menos), El polaco (The pole, de 2022), aunque esta de la que voy a hablar ahora es muy superior en calidad literaria y probablemente provenga de un mayor impulso artístico. La edad de hierro y El polaco tienen ambas a la muerte, la vejez, como protagonistas, en la primera de forma evidenciada, en la segunda, como ya expliqué, como oscura protagonista oculta.
“Abrazamos para que nos abracen. Abrazamos
para que nos abracen. Abrazamos a nuestros hijos para ser rodeados por los
brazos del futuro, para llevarnos a nosotros mismos más allá de la muerte, para
ser transportados”.
La edad de hierro cuenta la historia de una anciana que se dirige por medio de una carta (de un larguísimo mensaje escrito que es su forma de seguir viviendo) a su hija, que vive a miles de kilómetros de distancia, para explicarle no solamente que se está muriendo, que su cáncer es de una mortalidad inminente, sino también sus deseos arrebatados por seguir viviendo y seguir amándola (“es tu alma a quien me dirijo”, la escribe, “igual que será mi alma la que se quedará contigo cuando esta carta termine”):
“¡Vivir! Tú eres mi vida. Te quiero
en la misma medida en que quiero la vida. […]
Mi principal tarea, a partir de hoy:
resistir el ansia de compartir mi muerte. Quererte a ti, amar la vida, perdonar
a los vivos y marcharme sin amargura. Aceptar la muerte como algo mío y
solamente mío. ¿A quién escribo entonces? La respuesta: a ti pero no a ti. A
mí. A ti en mí.”
En efecto, a quien realmente escribe en este
desesperado acto es a sí misma (a ti en mí). Porque cuando ella (y su
“amor ansioso”, que no ha dejado de amar la vida en la tierra, “pese a toda la
tristeza, la desesperación y la cólera”) escribe sobre cualquier cosa que
escriba escribirá sobre sí misma. ¿No pasa eso siempre cuando escribimos?
“Esta carta no pretende desnudar mi
corazón. Pretende desnudar algo, pero no mi corazón”.
Y todo ello mientras en el país donde vive la anciana moribunda, Sudáfrica (“un viejo sabueso malhumorado dormitando en el umbral, retrasando el momento de morir”), tiene lugar el horror mayúsculo de una oculta guerra civil entre el orden injusto y terrible de los blancos dominadores y los chavales negros resueltos a la revuelta (algo para hablar de lo cual “haría falta la lengua de un dios”):
“Lo que me da miedo son las pandillas de
merodeadores, los chavales de modales hoscos, ávidos como tiburones, sobre los
cuales ya empiezan a ceñirse las primeras sombras de la cárcel. Niños que se
burlan de la infancia, de la época del asombro, del crecimiento del alma. Sus
almas, sus órganos del asombro, atrofiadas, petrificadas. Y al otro lado de la
gran división, sus primos blancos también con el alma atrofiada, cada vez más
envueltos en sus capullos somníferos. Lecciones de natación, lecciones de equitación,
lecciones de ballet. Críquet en la hierba. Vidas transcurridas en el interior
de jardines amurallados guardados por bulldogs”.
Una época en la que Sudáfrica requería de “algo
bastante distinto de la bondad”, una época que pedía “heroísmo”.
Para la protagonista y narradora, “la muerte es la
única verdad que queda”, una idea que no puede soportar, y que, cuando no
piensa en ella deja de pensar en la verdad.
¿Cuál es la edad de hierro a que hace referencia el título de esta novela abrumadora de Coetzee? Es la edad de la protagonista, en una analogía con las edades históricas tradicionales más antiguas y con el tiempo en que ella vive la llegada cercana de su propia muerte: “es la edad de hierro después de la cual viene la edad de bronce. ¿Cuánto falta para que les llegue el turno de regresar a las edades más amables, la edad de arcilla y la edad de tierra?” Un tiempo que coincide en su país con “un momento en que se desprecia la infancia, en que los niños se adiestran entre ellos para no sonreír nunca, para no llorar nunca”, quizás “una época descompasada, arrancada del suelo, malnacida y monstruosa”.
No obstante todo lo cual, ella desea poder conservar
aquella gratitud comprometida y sincera “por haber podido pasar una temporada
en este mundo de prodigios”.
“¡La vida es algo tan prodigioso!
¡Qué idea tan maravillosa tuvo Dios! La mejor idea que nadie ha tenido nunca.
Un regalo, el más generoso de todos los regalos, que se renueva
interminablemente a lo largo de las generaciones”.
Así que este libro, Coetzee, tú que escribes en él que “escribir es el enemigo de la muerte”, fue un canto aturdido a lo maravilloso de este mundo de prodigios, ¿eh? Un reconocimiento artístico, literario de que el ser humano es “la única criatura que tiene una parte de su existencia en lo desconocido, en el futuro, como una sombra proyectada delante de sí; que todo el tiempo intenta atrapar esa sombra escurridiza, habitar en la imagen de su esperanza”. Hasta que todo el aire nos abandone en un momento.
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