La violencia política durante la Segunda república española


Elogiado ya desde el prólogo por una eminencia en el estudio histórico del siglo XX español, Ángel Viñas, el libro La Segunda República (1931-1936). Las claves de la primera democracia española del siglo XX (Sílex ediciones, 2017) del profesor universitario e historiador español Ángel Luis López Villaverde es todo un referente para quien quiera saber qué fue la Segunda República española, para quien quiera saber qué pasó realmente en la España de los años 30, es un libro que marcará una época en la historiografía dedicada a un periodo capital de la historia de los españoles: es un libro necesario.

 

[…]

La zona definitivamente complicada por su esencialidad historiográfica, por su densidad de pasado (la expresión es mía, la acabo de inventar), está en los capítulos 7 y 8 del libro de López Villaverde.

En el primero de ellos, titulado ‘Conflicto social, violencia y políticas de exclusión’, el autor presenta una desmitificación que puede resultar contradictoria si se la enfrenta a la idea del masivo apoyo social de las posturas obreristas:

 

“El mito de las “masas concienciadas”, supuestamente dispuestas a hacer cada día la revolución, ha quedado desmontado, pues la mayoría de los afiliados eran analfabetos y apenas participaban en unos debates que les importaban menos que tener al día su carnet sindical.

 

Muchos pero ignorantes. Sigo. […]

 

La sintética y magistral comprensión explicada que López Villaverde hace de la Revolución del 34 debería de estar ya fijada en las conciencias de todos los historiadores que se precien de conocer los movimientos sociales españoles o la propia contemporaneidad de este país de países. Pero es más dificultoso para mí abordar el epígrafe llamado ‘La primavera de 1936’, y lo es porque no puedo evitar recordar una anécdota que entonces no calibré en su justa medida y que cada día estoy más convencido de que es fiel reflejo de lo que supone la intervención de la ideología cuando se trata de hacer una indagación histórica. La perniciosa manía de la ideología de estropearlo casi todo. Empiezo. Cuando al finalizar mis estudios académicos convencionales, mis cinco años de carrera universitaria en la que me especialicé en Historia Moderna y Contemporánea, quise completar mis cursos de Doctorado investigando para mi tesis doctoral la Guerra Civil en Cantabria. Para ello leí cuanto estuvo en mi mano, lo poco que sobre ella se había escrito, y di con un recientísimo libro dedicado a los meses de gobierno frentepopulista en la Cantabria anterior a la guerra, donde no recuerdo si se usaba la expresión primavera trágica para referirse a los dolorosos acontecimientos de violencia social que vivió la entonces provincia de Santander, de una conflictividad llamativa que muchos usaron luego para justificar, no para explicar, ojo, el levantamiento militar de julio. Pues bien, cuando pedí consejo a una de mis profesoras de la carrera sobre el estudio de aquellos hechos, se me ocurrió usar esa expresión, primavera trágica, a lo que ella me reconvino, enfadada, diciéndome algo así como que no se me ocurriera volver a usar esas palabras para hablar de aquellos meses porque eran las que usaban… los historiadores franquistas. Y no las volví a usar, Clío me libre.

Sigo. Y si es catastrofismo, como dice el autor, el hecho de hablar de la violencia de aquellos tiempos, tal vez sirva más estudiar aquella convulsión como un hervidero donde el caldo de cultivo de los conspiradores inasequibles al desaliento se cocinó a un fuego lento de benéficos resultados para sus posteriores explicaciones de lo que vino después.

El asunto es que, cuando el autor reflexiona sobre aquel caudal de violencia política acumulado en los años de la República en paz, aporta un dato: 2.629 muertos por esa causa entre abril del año 31 y el crucial mes de julio del año 36. Más de dos mil quinientos muertos. La cosa se pone fea. Hablar de eso, digo. Voy. Mejor dicho, dejo hablar de nuevo a López Villaverde:

 

“A modo de conclusión, la violencia política respondió más a reyertas entre individuos o grupos informales que a antinomias fascismo/antifascismo, de signo político o planificado. Dada la escasa presencia de empresarios, propietarios, arrendatarios o capataces entre las víctimas y entre los ejecutores, no resultó tanto un conflicto de clases, entre patronos y trabajadores, como entre éstos y fuerzas del orden. Y tuvo su principal expresión en la disputa del poder local. […]

[Esa violencia] no sería una excepcionalidad española, antes al contrario. Formaría parte de un contexto europeo de debilidad del sistema parlamentario, del atractivo de formas corporativas de representación y de la “brutalización” de la política en la Europa de entreguerras. Donde el verdadero enfrentamiento –también en España— no sería entre derechas e izquierdas, o entre fascismo y antifascismo, sino entre demócratas y antidemócratas.

La tesis que tanto ha insistido en el impacto de las retóricas de intransigencia y de la violencia en el escenario público, descubriendo la falta de coherencia entre los discursos y la práctica política, ha recibido numerosas adhesiones. Pero las críticas no han sido menores. Se la acusa de rebajar una confrontación a tres bandas –reforma, revolución, contrarrevolución— a una pugna dual y mostrar un sesgo teleológico, con la Guerra Civil como meta. En definitiva, se ha impugnado esta tesis revisionista por incurrir en una suerte de “equiviolencia”, neologismo que denuncia la intolerancia a diestra y siniestra que, de manera interesada, reparte responsabilidades y rebaja el peso del golpe militar en el desencadenante de la guerra.

Quienes insisten tanto en las políticas de exclusión a los católicos parecen obviar cómo excluyeron a los no católicos las constituciones confesionales anteriores y no llegan a explicar por qué fue la República quien concedió el sufragio pasivo a los religiosos para poder defender desde su escaño los intereses de una Iglesia que consideraban perseguida. Si fue tan excluyente, cómo entender que los gobiernos de derechas superaran en duración a los de izquierdas o que no fueran ilegalizadas las organizaciones más beligerantes contra la República.”

 


Amén. Aunque con reparos. No veo teleologismo pero sí una confrontación dual en la que los reformistas no aparecen por ningún lado. Yo, al menos no los atisbo.

Ya estamos en el último capítulo, ‘El final de la República. El asesinato de la democracia’ —dedicado a explicar cómo y, específicamente, cuándo colapsó la Segunda República española—, donde tengo el honor de que López Villaverde cite mi libro dedicado al franquismo, que yo abría con la explicación de las causas de la Guerra Civil, la principal de las cuales, el detonante cierto y certero, fue la rebelión de unos militares que habían jurado fidelidad a la República. Sí, la Guerra Civil nació de una traición, una traición que provocó la revolución que venía a impedir.

López Villaverde opone al relato guerracivilista –ese que justifica el llamado Alzamiento rebelde al entender que se produjo para evitar una revolución– una visión contraria, según la cual los militares apoyados y movidos por los monárquicos y por buena parte de los católicos ya no posibilistas y por los numerosos militantes minoritarios de las diversas agrupaciones parafascistas y por pequeños propietarios asustados se levantaron para preservar sus propios intereses y cercenar de raíz tanto un movimiento obrero que impediría preservar el viejo orden como el régimen liberal que lo consentía. De acuerdo, profesor, pero matizo: la explicación guerracivilista no sirve como justificación, pero sí sirve como explicación de un movimiento (no hablo del Movimiento, ahora) que tiene lugar por el miedo a que la República acabe siendo lo que la República quiere ser: el final de sus privilegios, de su situación y de sus deseos. No son extraterrestres ni se inventan lo que sin duda creen que puede ocurrir, lo que muchos ven que está ocurriendo. Temen a la revolución. La temen pero no saben que lo que van a conseguir es acabar provocándola. Pero en realidad no te matizo, profesor, porque en el libro tú mismo ya lo haces, de alguna manera:

 

“No había amenaza revolucionaria pero sí una creciente visibilidad de la violencia política, sobre todo en las grandes ciudades. […] Tampoco estaba en cuestión la estabilidad política del régimen. La percepción de la amenaza al orden social o la subversión era mayor que su incidencia social.

[…] Se pueden rastrear causas estructurales del golpe de estado. La principal, el miedo de la derecha reaccionaria a las profundas reformas que se avecinaban y, en consecuencia, la respuesta de unas clases privilegiadas que vieron cuestionada su hegemonía político-social”.

 

Y no, no importa que “ni el control gubernamental [fu]era tan débil ni la movilización de la izquierda en la primavera de 1936 busca[r]a tanto desbordar la legalidad como forzar el cumplimiento de las reformas prometidas”. Lo importante es que entre muchos españoles existía “la percepción de la amenaza al orden social o la subversión”. Estaban equivocados los golpistas, que actuaron “como bomberos pirómanos”, y sus seguidores y promotores, pero no querían que ocurriera lo que ellos creían que podía ocurrir. En efecto, el Alzamiento no era inevitable, pero sí era probable, tanto que ocurrió. Y no, no fue un Alzamiento nacional, fue, sí, un “levantamiento armado”, pero un levantamiento armado repleto de apoyos, como López Villaverde afirma, “simultáneo con una extensa red de adhesiones”. ¿Cuántos españoles apoyaron el golpe?

En cualquier caso, lo que sí sabemos es que “la sublevación provocó la desarticulación del Estado republicano y abrió paso a una sangrienta Guerra Civil de tres años que fue el prólogo de cuatro décadas de dictadura”.

López Villaverde defiende que tras el 18 de julio “aparecieron masacres donde antes había sólo disputas”. Disputas, disputas, disputas… Algo de violencia política si había, y eso no son disputas, ¿o quizás si? En cualquier caso, tal vez sí, tal vez, profesor, tal vez amigo historiador… la República tuviera, como sentencias casi finalizando tu brillante y distinguida y distinguible síntesis, “mala suerte”. Mucha mala suerte.

 

[…]

 

 

Este texto pertenece a mi artículo ‘La primera democracia española del siglo XX’, publicado el 30 de junio de 2017 en Nueva Tribuna, que puedes leer completo EN ESTE ENLACE.

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