Tenía que leer La forja de un rebelde. Desde hace cuarenta años tenía que leer la reconocidísima obra de Arturo Barea. Por fin, en este Segundo Año de la Gran Pandemia he acabado de leer esa trilogía que comencé el Primer Año de la Gran Pandemia. Y no me arrepiento (del todo). Quizás haber visto, y disfrutado, en su momento las diez horas de la serie televisiva (dirigida en 1990 para Televisión Española por Mario Camus) hizo que leer La forja de un rebelde se demorara más de lo necesario. Pues bien, misión cumplida.
No me arrepiento de haber leído la famosa trilogía, pero ¿me ha
gustado?, ¿he disfrutado leyéndola?, ¿he aprendido algo leyéndola? No, no y sí.
Me explico…
Publicada originariamente en inglés, traducida por su esposa, la
periodista austriaca llamada en realidad Ilse Pollack, Ilsa; la
primera de las tres novelas, La forja, apareció en 1941, dos años
después lo hizo La ruta y ya en 1946 la tercera, La llama. Las tres
(la trilogía La forja de un rebelde) se publicarían por vez primera en
castellano en la argentina Buenos Aires, en 1951. Pero la trilogía no vio la
luz en España hasta el año de la Constitución, 1978, en plena Transición,
acabada la dictadura del general Franco. Barea escribió una autobiografía con
la cual pretendía retratar, más que lo individual, lo colectivo de los
españoles de aquellos años ya tan lejanos (no para algunos). Y ahí es donde mi
percepción de la obra comienza a chocar con lo que yo había creído saber sobre
ella antes de leerla. Su intención, la de Barea, que nació en 1897, en plena
Restauración, y falleció exiliado 60 años después, durante la dictadura
franquista, no se traduce en un escrito coral o civil sino en uno absolutamente
personal, más suyo que nuestro.
En La forja estamos
en el Madrid de comienzos del siglo pasado. Mejor
dicho, en el Madrid de Barea de principios del siglo XX. “Madrid huele a
sol por las mañanas”. El que el conoció, porque lo vivió. Y lo pateó.
“Si resuena el Avapiés en mí, como
fondo sobre todas las resonancias de mi vida, es por dos razones:
Allí aprendí todo lo que sé, lo
bueno y lo malo. A rezar a Dios y a maldecirle. A odiar y a querer. A ver la
vida cruda y desnuda, tal como es. Y a sentir el ansia infinita de subir y
ayudar a subir a todos el escalón de más arriba. Ésta es una razón.
La otra razón es que allí vivió mi
madre. Pero esta razón es mía”.
[…]
En La ruta, el joven
Barea nos lleva con él a Marruecos, al protectorado español de
Marruecos (“el piojo era el amo y el señor del campamento, nada en Marruecos
estaba libre de piojos”). Y aparece en toda su maléfica excelencia el horror.
El horror.
“El general que conquistó la kábila
estaba en su tienda delante de una mesa: un cabo de vela encendido, una bandeja
y dos botellas de vino, rodeadas de varios vasos. Iban entrando los oficiales
de cada una de las armas que realizaron la conquista, con su lista de muertos y
heridos. Cada oficial traía dos o tres muertos, diez o doce heridos. El
ayudante del general apuntaba. El general invitaba a un vasito de vino. Los
oficiales se iban soñando con las cruces que aquellos muertos les hincarían
sobre la guerrera al lado del corazón. En la noche, luego, se oían los
ronquidos del general, ronquidos de viejo borracho que duerme con la boca
abierta, los dientes en el fondo de un vaso”.
Creo que lo mejor de la trilogía de
Barea está en su denuncia de la intervención española en Marruecos en las
primeras décadas del siglo XX. Más que en las páginas atroces sobre la Guerra
Civil de la tercera de las novelas con las que, no sin cierto desvarío
narrativo, el autor de La forja de un rebelde pretende estremecernos.
Prosigo con La ruta (“es
terroríficamente fácil para un hombre el caer en estado de bestialidad”) y ese
zarpazo al militarismo español. Sí, el militarismo, el mismo que le deja a uno en
el lado de quienes cumplen con el deber al superar las dificultades o por el
contrario en el sitio del fracaso si uno es incapaz de superarlas.
“Durante
los primeros veinticinco años de este siglo Marruecos no fue más que un campo
de batalla, un burdel y una taberna inmensos”.
[…]
La llama¸ la
tercera de las novelas autobiográficas que forman La forja de un rebelde,
comienza en 1935. Arturo Barea es alguien con posibles, como se decía entonces
(“tenía medios económicos suficientes”), su madre ha muerto pocos años antes,
sigue casado, con hijos, y sigue teniendo una amante (“no podía escapar de
ninguna”). 1935. Malos tiempos para la lírica, bien lo sabemos. Alguien le
cuenta que “ya parece que todos nos hemos vuelto locos. Esto acabará mal, muy
mal. Y muy pronto, don Arturo. La gente está muerta de hambre y ésta es mala
consejera…”
Y entonces aparece algo extraordinario en la lectura de La llama.
Dos preguntas de Barea. Una sobre la gente de derechas y otra sobre la de
izquierdas en aquellos años de abismo:
“¿Era, precisamente, esta falta de
convicciones lo que les permitía unirse [a las personas de derecha]? ¿Sería
precisamente la existencia de ideales lo que nos impedía unirnos a los hombres
de izquierda?”
Porque ahí está a finales de 1935 la España en la que vive Arturo Barea, bajo una sociedad (¿civil?) escindida. Un país “en plena efervescencia, profundamente dividido en dos campos opuestos”. Y llega 1936, y las elecciones ganadas por el Frente Popular:
“Todo era indicaciones de que cada
cosa iba a derrumbarse o a estallar irremediablemente. El país iba de cabeza a
una catástrofe. Aunque las derechas habían perdido puestos en el Parlamento,
habían ganado en el sentido de que todos sus partidarios estaban ahora
dispuestos a batallar contra la República en todos los terrenos posibles. Y estaban
en buena posición para hacerlo: las derechas podían contar con la mayor parte
del ejército, el clero, el capital interno y extranjero, y el soporte
desvergonzado de Alemania. Era una cuestión de tiempo”.
Y el tiempo llegó. “Todo el mundo esperaba un levantamiento de las
derechas y los obreros se preparaban para una contrarreacción violenta”. Julio
de 1936: “la lucha estaba entablada, era mi propia lucha, y sin embargo me
sentía repelido y frío hasta el tuétano”. En España, la llama había sido
encendida y ahora lo quemaba todo. El propio Barea es de los que entran en el
edificio conquistado cuando la escabechina del Cuartel de la Montaña. Ya no
dejará de ser un actor relativamente importante de lo que es la Guerra
Civil española. Un actor cuya visión del conflicto inundará las páginas de lo que queda
de La llama. Su visión y su vivencia descarnada de aquella catástrofe.
También, a menudo, su vivencia de la represión de los sospechosos de haber
atentado contra la República y sus aturulladas buenas intenciones.
“Aquello era guerra, guerra civil,
y una revolución. No podía ya terminar hasta que el país se hubiera convertido
en un Estado fascista o en un Estado socialista. No tenía que elegir entre
ellos. La elección estaba para mí hecha durante toda mi vida. O vencía una
revolución socialista, o yo estaría entre los vencidos.
Era obvio que los vencidos, fueran
los que fueran, serían fusilados o encerrados en una celda de cárcel. La vida
burguesa a la cual había intentado resignarme y contra la cual había estado
luchando entre mí, se había terminado el 18 de julio de 1936. Me encontrara
entre los vencedores o los vencidos, había emprendido una nueva vida”.
[…]
Y, finalmente, tras su divorcio, despedirse de su amante, casarse con
Ilsa, la huida. El exilio. La escritura de La forja de un rebelde. Este
testimonio.
Este texto
pertenece a mi artículo ‘Aquella forja de un rebelde de Arturo Barea’,
publicado el 31 de marzo de 2021 en Nueva Tribuna, que puedes
leer completo EN ESTE ENLACE.
Recomiendo la lectura del artículo completo en 'Nueva Tribuna' (enlace al final del artículo).
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