A comienzos de 2025, el historiador español Gutmaro Gómez Bravo publicó Los descendientes. Un siglo de historia y memoria familiar, un libro empeñado en “reflexionar sobre nuestros vínculos con el pasado reciente”.
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Gómez Bravo comienza por explicar, en
la introducción, la pretensión de Los
descendientes: refutar esa frase que dice que “han de pasar cuatro
generaciones para que las heridas del pasado dejen de estar presentes en las
sociedades modernas”. Y lo quiere hacer, para el caso español, “a través de un
enfoque todavía poco conocido y transitado entre nosotros: la memoria familiar”.
De manera que su libro no solamente reconstruye la trayectoria de una familia
media, sino que “sigue la transmisión de esos recuerdos a lo largo de cuatro
generaciones hasta nuestros días”. ¿Consigue su objetivo? Lo que sin duda
consigue es explicar “por qué la
historia se ha convertido en un arma de polarización y de división política en
nuestros días”. Mejor dicho, logra aclarar que tal cosa ocurre. Lo cual
convierte a esa herramienta que empleamos los historiadores en algo ajeno a
nuestras pesquisas y conclusiones y más propio de intrusos que hacen con ella,
empleándola retorcidamente, un sendero intransitable.
El autor (para quien “toda historia
es una historia del presente”) considera que es más difícil de los sujetos de
estudio es “nuestra propia familia”, precisamente el de su libro, que es, eso
aclara él, “una historia de los afectos, de los miedos y los fracasos que se
transmiten en el hogar y dejan entrever cómo y por qué nos comportamos de
distinta forma ante las mismas adversidades”.
Hace Gómez Bravo mucho hincapié en uno de los grandes problemas de nuestro tiempo, que “el pasado llega a nuestros hijos como algo confuso, alterado y mezclado en el mar de contenidos digitales, donde las plataformas de ocio y entretenimiento terminan desplazando por completo a los libros de texto”, de manera que ese nuevo, atractivo y omnipresente lenguaje visual “consigue que el revisionismo y el negacionismo lleguen a calar en la cuarta y última generación, que recibe, de forma pasiva y voluntaria, la misma versión impuesta a sangre y fuego que recibió la primera: la memoria franquista, blanqueada en miles de memes, mantiene intacta su legitimación y su modelo de reconciliación”. Considera que la mayoría de los españoles no tienen a Franco por un dictador, al menos no por un dictador como Hitler, Mussolini o Stalin. Imagino que se vale de alguna estadística al respecto. A mí me parece algo exagerado.
“Todo es opinión en un
tiempo en el que hemos renunciado a
explicar, a entender el mundo. Las páginas siguientes pretenden dar fe de
la facilidad con la que es posible mentir usando el pasado en nuestros días, y
están dedicadas a todos los que sufren las guerras y sus consecuencias a lo
largo del tiempo, a los descendientes”.
Partiendo de la base de que “estamos
hechos de recuerdos elaborados”, el autor de Los descendientes desteje su historia familiar como mejor puede,
empleando eso sí las herramientas de los historiadores. Y ese entramado te lo
voy a ahorrar, lector, pues aún siendo medular en el libro considero que es lo
menos interesante, que lo más interesante del volumen son algunas de las
reflexiones de Gómez Bravo efectuadas al hilo de esa narración. Al fin y al
cabo, está a tu alcance si tras leerme acabas por ver la necesidad de leer Los descendientes.
Me parece fundamental la aclaración
de que la victoria golpista en la Guerra
Civil provocada facilitó el reparto
de “un gigantesco botín” entre los ganadores, un gigantesco botín salido de
las propiedades de los perdedores, sometidos a la exclusión y a la persecución
política, cuando no a la reclusión o a la muerte.
“El tiempo del exilio
interior seguía orbitando sobre una guerra de desterrados y muertos en vida
que, como mi abuelo, ya no tenían ganas de seguir adelante. [...]
Mis padres eran parte de
una sociedad que tuvo que rehacerse a sí misma, bajo la dureza de unas
condiciones de vida que la propaganda oficial seguía atribuyendo a los
destrozos de la contienda y al aislamiento internacional”.
El análisis del franquismo que hace el autor es muy pertinente, no
cabe duda, especialmente cuando especifica que “el consenso en torno a Franco
se asentó en el control, la utilización del recuerdo y el miedo a otra guerra”,
o que, ya en la década de 1950, “la dictadura franquista seguía controlando el
paso del tiempo, que ahora jugaba a su favor” y después de “abandonar la
autarquía, había demostrado su capacidad para salir del aislamiento
internacional, para integrarse en los organismos del bloque occidental,
explotando el anticomunismo y su posición estratégica en esa misma Guerra Fría”.
No cabe duda de que la ayuda estadounidense “resultó decisiva”.
“Autodefinida como
democracia
orgánica, la dictadura daba un paso más en la construcción de su propia
memoria oficial, reivindicando el fantasma de la Guerra Civil como cruzada contra el comunismo y la
conspiración extranjera”.
De otro lado, en aquellos años, “la
violencia fundacional del régimen seguía viva en multitud de conmemoraciones y
fiestas públicas, ahondando la división y la separación en la que habían
crecido cientos de miles de niños como mis padres”.
Y la emigración... Algo que llevaron a cabo los padres del autor, que
marcharon al extranjero, como tantísimos otros, “en busca de una mejora de sus
condiciones de vida, no porque buscaran la restitución de la democracia o de la
República, que seguía proscrita y de la que nadie les había hablado nunca”. Se
trató de “una migración masiva e irregular, sin papeles ni permisos, que se
sumó a una intensa oleada del sur de Europa. Años después, mi madre sufría al
ver las imágenes de las pateras en la televisión, no entendía por qué se
rechazaba a esa pobre gente”.
Aquellos emigrantes españoles “procedían de una sociedad rota y destrozada, en
la que se sentían humillados, maltratados, más aún si sus familias se habían
visto sumidas en la pobreza después de la guerra. Llegaron a otra sociedad rota
y destrozada, en la que todos eran perdedores y culpables, y que seguía siendo
acusada y juzgada por crímenes terribles. Esa sociedad los acogió. En ella, por
primera vez, se sintieron tratados como personas”.
Eran los tiempos en que “la sombra de
la Guerra Civil seguía siendo alargada, y sus efectos económicos se habían
vuelto parte de la identidad nacional”. Tiempos en los que “la dictadura había
superado sus años más críticos”, cuando el “recrudecimiento de la Guerra Fría
favoreció las relaciones entre España y Estados Unidos”: aquella ayuda del país
más poderoso del bloque capitalista sustentó las bases del crecimiento económico español de la década de 1950. Unido ello al
Plan de Estabilización que afianzaba la liberalización económica y a la salida
masiva de emigrantes, cuyos “envíos masivos de divisas equilibraron la balanza
de pagos del régimen mucho más que las maltrechas economías familiares que se
quedaron en España”.
Los tiempos en los que “las constructoras privadas obtuvieron
grandes contratos de planificación, suelo urbanizable y crédito público”.
Empresas creadas a raíz de la victoria en la Guerra Civil, que “habían obtenido
el monopolio de la reconstrucción de posguerra” y gozaban años después de
crédito ilimitado. Comenzaron usando mano de obra forzada y han llegado hasta
nuestros días tras aprovechar la coyuntura del crecimiento demográfico de la
década de 1960.
Aquel Plan de Estabilización no
solamente aseguró el crecimiento económico y favoreció el prolongamiento de la
dictadura, sino que, al mismo tiempo, “disparó los conflictos sociales a causa
de los sueldos”, de manera que “la oposición
clandestina comenzó a mostrar un cambio de registro, forzada por la nueva
composición de la sociedad española”.
[…]
Gutmaro Gómez Bravo
reflexiona ampliamente a lo largo de su libro sobre algo esencial: “el solo
hecho de no haber vivido este pasado convulso no nos libera de cargas ni nos
impide comprenderlo”. Todo su esfuerzo va encaminado a explicarnos que, “a
diferencia de la historia, la memoria
no se transmite de manera reglada o pautada, se construye en el seno familiar,
donde se elabora y reelabora con todo lo que se tiene a mano y se necesita en
cada momento”. Y nos aclara que a la misma edad que tenía su abuelo materno cuando
lo depuraron, comenzó “a escribir esta historia de los descendientes, que nada
tenía que ver con lo que me habían contado, vidas de otros, vidas de
desconocidos” y encontró así “las razones auténticas del pasado, una memoria
adormecida pero aún viva, capaz de reproducir momentos sepultados, imágenes
selladas en los agujeros negros del tiempo y del olvido”.
La Transición es asimismo objeto de estudio y análisis en Los descendientes, por supuesto. El
autor la conoció a través de lo que los historiadores iban explicando sobre
ella, mostrándose “visceralmente a favor o en contra”: los unos, “desencantados
con la evolución del antifranquismo, consideraban que la Transición era un
pacto de olvido entre las élites, un conglomerado de todo aquello que no se
había logrado tras la muerte de Franco”, los otros aseguraban que fue “un
momento fundamental, en el que se decidió no usar el pasado y que tenía como
principal valor el encuentro entre figuras de la propia guerra y de la
dictadura”.
Para las familias que no habían
podido dar sepultura a los suyos, el trauma continuó pese a la llegada de la
democracia: “unas no sabían dónde estaban sus desaparecidos; otras, en cambio,
llevaban cuatro décadas sabiendo que sus restos estaban en fosas localizadas y
conocidas por todo el pueblo”. Y es que, si durante la Transición se pudieron
sentar las bases para restablecer un marco de convivencia plural, el asunto de la memoria digamos quedó en el olvido (la expresión es
mía).
“Habría que
esperar más de treinta años para que se volviera a debatir y, finalmente, se
aprobara un proyecto de ley sobre la Memoria Histórica. Las primeras medidas
democráticas estuvieron encaminadas a devolver la libertad por delitos de
«oposición al régimen». [...] ya en la sexta legislatura (1996-2000), la
primera de los conservadores del Partido Popular, el Parlamento aprobó una
condena expresa del golpe de Estado y de la dictadura franquista”.
Dice Gómez Bravo que “mientras la
memoria oficial viene marcada por la agenda de la guerra cultural y la
polarización, la memoria familiar habita el olvido”. También que, y esto es
bastante innegable, “bajo la acusación de remover
el pasado, ha proliferado un revisionismo que defiende a la dictadura y que
juzga, acusa y culpa a todos aquellos que tratan de arrojar luz en otra
dirección”.
Sobre la memoria sin apellidos, nos
dice el historiador español que aun siendo necesaria no es suficiente, y es que
lo habitual es que la empleemos en nuestro propio beneficio: recordamos así “mucho
más el dolor que nos han hecho que el que nosotros mismos causamos”. Existen a
efectos de la sociedad civil las memorias
enfrentadas: mientras para unos “recordar la dictadura es un deber y uno de
los derechos civiles más importantes”, para otros “la función de la dictadura
fue positiva en materias como el orden público o la economía”
Se renuncia (la sociedad civil lo
acaba haciendo) a saber, a comprender el pasado, de tal manera que “el pasado
se mantiene artificialmente vivo en el presente, cambiando nuestra percepción
de la realidad de manera total e irreversible”. Se vive así sin orientación y
la culpa la tiene “el impacto de una
gran colisión entre la historia y la memoria”. No es un problema heredado
de la Transición, “esto ya no tiene nada que ver con la reconciliación de la
guerra, sino con sus malos usos actuales”, sobre todo con su constante
utilización política.
“Hay una constante
apropiación del pasado por parte de la política de ámbito nacional que ha
situado a la memoria histórica en el
centro de un tablero cada vez más complejo e inestable”.
Llegamos así a la aprobación de la Ley de Memoria Democrática, el 5 de
octubre de 2022, que “puso de manifiesto la persistencia de algunas de nuestras
costumbres más arraigadas”: la polarización,
principalmente, (una polarización que, matizo yo, estuvo ausente o no tuvo
protagonismo, mejor dicho, durante la Transición). Hoy en seguida sale a
relucir, en los debates sobre estos asuntos, el mero enfrentamiento entre tipos de víctimas: de la guerra, de la
dictadura y del terrorismo.
[…]
Esa oposición entre historia y
memoria ni es nueva ni es exclusivamente española: “el problema no es solo la
deformación de la historia, por la que nadie muestra ningún respeto, sino su
conversión en materia de disputa política”. En efecto, pareciera como si lo que
escribiéramos los historiadores careciera de la menor importancia.
“Gran parte de la frustración de los historiadores, de
la mía desde luego, parte de ahí precisamente: de constatar que estamos siempre
a la defensiva, hablando de la última burrada sobre historia, en lugar de
mostrar los avances en aspectos demostrados y consensuados nacional e
internacionalmente. Frustración que revela también nuestra nula visibilidad en el espacio público, de la que solo
salimos cuando alguno de los actores políticos nos requiere como expertos para
justificar su versión”.
Porque lo que hacen profesionales
como Gutmaro Gómez Bravo es nada más y nada menos que “pensar históricamente: reconstruyendo el mundo de ayer, tratando de
ponerse en el lugar de todos los actores implicados, sus puntos de vista, sus
intereses y sus percepciones a través de los múltiples conflictos heredados”.
Este texto pertenece al artículo ‘Los conflictos heredados: ¿sigue sirviendo para algo la Historia?’, publicado el 1 de marzo de 2025 en Nueva Tribuna, que puedes leer completo EN ESTE ENLACE.
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