¿Recuerdas cuando Nina Simone decía aquello de que para ella la libertad era no tener miedo? El miedo nos encierra, nos prohíbe, nos acucia, nos invade absolutamente, nos enajena, nos lo quita todo menos una cosa: la otra libertad, la de tener miedo. Una libertad abrumadora. Ser capaz de tener miedo es un pequeño grado de libertad ante la incapacidad de tenerlo. Tengo miedo porque puedo. No tengo miedo porque no puedo tener nada. Ni tan siquiera miedo.
Y así, una vez más, compruebo
que casi nunca es imposible rebatir. Mejor dicho, debatir.
Sólo a la muerte somos
incapaces de rebatirle nada. Muerto no se teme a nada. No se puede temer a
nada. No se quiere nada. No se quiere la libertad. No se quiere la vida. Todo
es un no sideral, eterno y vacío. (Quizás, como dijera, como cantara George
Harrison, la respuesta esté al final.)
No sé si Nina Simone dejó
alguna vez de tener miedo. No sé con qué parte de la libertad que tenía o no
tenía cantaba aquellas canciones que ella cantaba como las cantaba. Como si
nadie pudiera tener miedo jamás. Como si nadie hubiera tenido miedo jamás. Así
interpretaba Nina Simone las canciones que ella cantaba, tocaba, amaba, nos
regalaba.
Nacho Vegas mandó callar y pidió que a Nina Simone se
la pusiéramos en un altar. Y no hubo más.
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