La crueldad es la nota característica del gobierno de Isabel Díaz Ayuso en la Comunidad Autónoma de Madrid: dejó morir de forma indigna a 7.291 ancianos, ha cerrado las urgencias de Atención Primaria (lo cual ya ha costado cuatro vidas), ha recortado las ayudas para la renta mínima de inserción social hasta dejarla al borde de la desaparición, ha recortado el presupuesto de alimentación y limpieza de las residencias de la tercera edad, ha desestimado las solicitudes de ayuda económica de más de 3.000 familias con menores afectados por patologías crónicas o con necesidad de cuidados paliativos, ha suspendido las clases presenciales de Bachillerato nocturno. Estos recortes no han representado un obstáculo para incrementar un 33 % el presupuesto de las becas de Educación Infantil para centros privados a las que optan familias con ingresos superiores a los 100.000 euros anuales. Al mismo tiempo, se ha eximido de pagar 1.200 millones de euros a los ciudadanos más ricos por la bonificación del impuesto de patrimonio.
Díaz Ayuso, una mujer hueca, arribista e insensible, comparte la opinión del presidente argentino Javier Milei sobre la justicia social: es una aberración fruto del resentimiento. Los fracasados quieren apropiarse de los frutos de la iniciativa privada, alterando el orden natural de las cosas. La supervivencia es un privilegio de los más aptos, de los especuladores como Florentino Pérez, Amancio Ortega o Aznar y sus hijos. La avaricia es buena y la solidaridad, una horrible perversión.
Sueña ella con llegar a la
presidencia de España y aplicar las recetas del neoliberalismo:
privatizar los servicios públicos, eliminar las ayudas sociales, suprimir los
obstáculos que frenan la especulación, bajar los impuestos a los más ricos,
congelar las pensiones y los salarios de los trabajadores. Darwinismo social
y ultraliberalismo. Es la nueva fórmula del fascismo. El fascismo de los
años 30 adoptó medidas sociales, pues buscaba el apoyo de la clase obrera, pero
el fascismo del siglo XXI ha descubierto que no es necesario, pues resulta más
sencillo manipular a la opinión pública. Solo hay que convencer a los votantes
de que la socialdemocracia es una forma de tiranía, un comunismo de apariencia
descafeinada, y que la libertad consiste en poder tomarse cañas en mitad de una
pandemia.
Líderes como Díaz Ayuso, Meloni, Trump,
Abascal, Orban, Le Pen y Milei están corrompiendo la mentalidad colectiva
con consignas de odio y miedo. Se responsabiliza a la inmigración de
todos los males, pese a que es una fuerza de trabajo indispensable para el
funcionamiento de la economía, y se fomenta la idea de que ser egoísta,
insolidario, intolerante y narcisista (el nacionalismo es una forma de
narcisismo) constituye una virtud.
¿Cómo es posible que algunos ciudadanos pobres apoyen esta fórmula? Quizás porque sueñan con llegar a formar parte de esa minoría privilegiada que cada vez acumula más bienes. Muchos se sienten liberados al escuchar que ya no es necesario respetar la diversidad, luchar contra las desigualdades o reconocer derechos a los más vulnerables. El nuevo fascismo no es solo opresión e injusticia, sino un virus que está destruyendo los valores democráticos y envileciendo a la sociedad. Afortunadamente, aún hay movimientos ciudadanos dispuestos a luchar contra esta espiral de barbarie, como los jóvenes que acamparon en la Universidad de Columbia o en el campus de la Complutense de Madrid para pedir el fin del genocidio de Gaza. En estas circunstancias, no hacer nada es sinónimo de complicidad. En una década, podríamos retroceder cien años en derechos y libertades. No lo consintamos.
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