El aliento de Dios,
indescifrable, inexplicable, ese hálito magnífico que contiene todas las
lágrimas y todas las risas y todos los vómitos y todo el éxtasis admirable, ese
temperamento inaudible que vertebra el pasado humano y que la Historia trata de
entender, esa corriente hecha de corrientes y vendavales y meandros y afluentes
y desdichas y escarcha y alivios y seres poderosos y humanos envilecidos y
humanos ansiosos que ignoran la felicidad cuando les roza los cabellos o se
posa en sus corazones. El aliento de Dios aúlla sobre las vidas de los
protagonistas de otra magnífica novela de Joyce
Carol Oates, sobre la vida de Rebecca y sobre la muerte y los Estados
Unidos del siglo XX donde tantos huyen de sí mismos para hallarse en el
horizonte del futuro con lo que la vida les permite ser.
Ella es un ella que no existe, hasta que Joyce Carol decide
acercarle el aliento de Dios, su propio aliento de escritora brillante, ella es
Rebecca y vive en las hojas del novelón que es La hija del sepulturero,
y ella piensa y yo leo lo que ella piensa, piensa ella sobre su madre muerta y
sus frases son versos marcados en el fuego de la prosa de Joyce Carol, versos
inapropiadamente prosaicos, versos de poesía encíclica y mágica, la de una
escritora suicida, la escritura endemoniada de un ángel, la de novelas de
brillante alma y sudor, la de cuanto escribe la señora Oates, que le hace
escribir a ella una dedicatoria de amor a su madre tan muerta y tan suya: "Te quiero, mamá. Esto es para ti,
mamá". Y le dice el nombre de una pieza divina de Schubert.
Cuando se lee una novela como La hija del sepulturero se comprenden muchas cosas, por ejemplo, de qué están hechos los deseos en medio
de la tempestad de ese flujo impenetrable que es la vida.
Por su parte, a ella (ella es Marga Barrio SIEMPRE) leer La hija del sepulturero le dio en
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