¿Ya no se puede decir nada contra nadie?, por David Pablo Montesinos Martínez
“La Tierra va bien, la Tierra va bieeeeen”, seguro que José María Aznar diría esto si fuera Presidente del planeta. Yo no llego a tanto, sobre todo porque no tengo con qué compararnos, no sé cómo se lo montan en los demás planetas habitados de la galaxia. Por eso me conformaré con decir que el mundo es manifiestamente mejorable.
El sociólogo Ulrich Beck, un tipo infinitamente más sabio y valioso que Aznar, acuñó para la condición contemporánea una fórmula certera: la sociedad del riesgo. El riesgo es aquí un estado de hecho, pero, sobre todo, un horizonte, un marco de sentido dentro del cual nos las arreglamos los humanos para hablar y pensar, para establecer planes y expectativas.
Y es un marco inquietante, vaya si lo
es. Se diría que la disonancia entre el estado de las cosas y el sentimiento de
inevitabilidad de la catástrofe alcanza proporciones delirantes. Por una parte,
y pese a que la infinidad de haters del Presidente Sánchez ya ven España
convertida en un espantoso Gulag, hay indicios para sostener que la economía
nacional atraviesa un momento expansivo. Las etapas de elevada productividad
crean problemas como la inflación, la extensión de la precariedad laboral o la
especulación inmobiliaria… Pero me temo que las recesivas, como comprobamos
desde 2008, crean otros bastante más angustiosos.
En cualquier caso, la bonanza
económica no detiene la percepción del peligro, se diría que incluso la
incrementa. Hay indicadores muy serios: la incontestable y pavorosa
evidencia del cambio climático, la creación de nuevos nichos de pobreza y
delincuencia, el debilitamiento de las instituciones, el descrédito de la
democracia, las derivas incontroladas de la inteligencia artificial, la proliferación
de conflictos bélicos, la desesperante impotencia de la ONU, el apoyo creciente
de unas multitudes irritadas a fantoches iliberales destinados a formar parte
del problema y no de las soluciones…
Puedo seguir: peor que el peligro es
el miedo a ese peligro, como dicen en los libros de autoayuda. Pero, qué
quieren, la actual capacidad humana para producir recursos destinados al
bienestar y el progreso se ha hecho tan colosal como la destinada a destruirnos.
Ángeles Santos
Ante el temor al desastre se me
ocurre aquello que un alienígena le dice a Woody Allen: “la vida no tiene
sentido, deja de buscarlo… Si quieres hacer algo bueno, cuenta mejores
chistes”.
Yo no les voy a contar un chiste,
pero sí me atrevo a ofrecer un consejo: fluyan, fluyan sobre todo cuando
conversen con la gente. Creo que en esto tienen algo de razón los fachas,
y no me importa dársela: empieza a resultar muy viscoso emitir opiniones.
No se engañen, no me refiero a todas esas idioteces de que no se puede silbar a
las mozas, reírse de chanzas machistas o poner eufemismos a las minorías. Me
refiero a la dificultad para decir nada contra nadie.
Recientemente lo comprobé mientras platicaba
relajadamente con mis queridas hermanas sobre un caso muy comentado esta semana
en prensa en el que aparecen mujeres, homosexuales y personas de color. Me
limité a contar el caso y emitir una opinión muy moderada. Cuando una de mis
hermanas –tengo muchas, seis para ser exacto– no me afeaba por una cosa, lo
hacía por lo contrario. A continuación, lo hacían entre ellas, y cuando a una
no le sonaba mal algo por cuestión racial, le molestaba por homofobia o por
sexismo. Afortunadamente no aparecían enfermos de ELA ni personas no binarias
ni gitanos ni disminuidos psíquicos. Lo que sé es que al final no llegamos a
ninguna conclusión, pues el esfuerzo higiénico de no ofender a nadie termina
esclerotizando cualquier intercambio de ideas.
Se dice que este es un problema de la
izquierda, y desde luego es muy útil para la derecha –especialmente la más
extrema– porque le da muchos votos. Pero yo creo que estamos ante una lógica
que atraviesa el conjunto de la trama social y que responde a un estado
general de desorientación sobreinformada.
El resultado es la incomunicación
y el bloqueo mental. Ese bloqueo produce precisamente el efecto contrario
al que supuestamente persiguen los sumisos a esta ridícula paranoia de la
higiene discursiva: nos olvidamos de Trump, de Gaza, de la desigualdad, de los
especuladores, de los que venden armas y de la catástrofe ecológica.
Quizá el armagedón sea inevitable, pero quizá también la impotencia política que nos llena de miedo y nos paraliza sea en parte culpa nuestra. Fluyan en 2025, por Dios.
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