Colin Farrell es Sugar
Sugar. Año 2024. Ocho episodios de unos 35 minutos cada uno. Serie estadounidense de televisión. Thriller con regustos evidentes y evidenciados de cine negro.
Creada por Mark Protosevich (que escribe su guion junto a Donald Joh, Sam Catlin y David Rosen), está espectacularmente dirigida por Fernando Meirelles y Adam Arkin, con una espléndida fotografía a cargo de César Charlone, Richard Rutkowski y Eduardo Ramírez González, y una destacable música compuesta por Ali Shaheed Muhammad y Adrian Younge.
Su protagonista es un hipnótico Colin
Farrell, muy bien secundado, principalmente, por Amy Ryan, Kirby
Howell-Baptiste, Dennis Boutsikaris y Nathan Corddry.
Me quedo con la sinopsis que aparece
en la utilísima FilmAffinity: “un enigmático detective privado lucha
contra sus demonios personales mientras investiga la desaparición de la querida
nieta de un productor de Hollywood”.
El crítico cinematográfico Juan
Manuel Freire dio en el clavo, a mi entender (siempre todo esto es a mi
entender, faltaría más), cuando escribió sobre Sugar en El Periódico
que es un “eficaz neo-noir” en el que percibimos desde su comienzo “la
existencia de algo extraño en toda esta historia” que provoca que algunos
escuchen la respuesta y piensen que se trata de una estupidez, en tanto que
otros, como él o yo mismo, celebramos “esa clase de delirios”. Celebremos,
en mi caso, es un decir. Consintamos, mejor dicho.
Corre el riesgo el espectador de sufrir como sufrió Alison Herman, quien en Variety consideró que “los espectadores pasan la mayor parte de los ocho episodios de la temporada lidiando con un misterio aburrido con diálogos torpes y actuaciones de cartón”. No digo yo que no pueda pasar. Es de esas series que están en el límite de la grandeza y de la memez.
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