Teresa de Ávila, el misticismo carnal; por Ignacio Fontes de Garnica
La personalidad de Teresa de Jesús es arrobadora en su caleidoscópica dimensión femenina, una mujer triple: de acción, de contemplación y de introspección. Y de nada de ello excluye dar cuatro cuartos al pregonero.
Si la transverberación no fue un orgasmo como Dios manda, que venga Dios y lo vea
Si la obra de Juan de la Cruz está
despojada de toda alusión de actualidad, hasta tal punto que apenas puede ser
identificada de su siglo por la utilización de unas u otras formas estróficas,
vocacionalmente perdurable y universal, Teresa da pelos y señales de hechos,
experiencias y doctrina: “No
tenemos letra las mujeres”,
escribe, consciente de las progresivas limitaciones a la intervención de la
mujer en la sociedad y, de manera concreta, de las que se le ponen para impedir
su acceso al mundo del conocimiento, a la palabra hablada y a la escrita, a
la letra.
Pero Teresa es una mujer extraordinaria, una de esas
personas que reducen a tópicos y debilidades los lamentos sobre los males de
las épocas y las imposiciones sociales. Y los denuncian, al tiempo que, con
sencillez a prueba de toda maldad, desvela sentimientos que cualquiera
callaría, de no tener esa condición cristalina del alma y del cerebro, tan
difícil de alcanzar.
¿Cómo, si no, se podría escribir lo que sigue?
“Le veía en las manos de ángel
un dardo de oro largo, y al fin del hierro me parecía tener un poco
de fuego. Esto me parecía meter por el corazón algunas veces y que me
llegaba a las entrañas. Al sacarle me parecía las llevaba consigo, y me
dejaba toda abrasada en amor grande de Dios. Era tan grande el dolor que me
hacía dar aquellos quejidos, y tan excesiva la suavidad que me pone este
grandísimo dolor, que no hay desear que se me quite, ni se contenta el alma con
menos que Dios. No es dolor corporal sino espiritual, aunque no deja de
participar el cuerpo algo, y aún harto. Es requiebro tan suave que pasa entre
el alma y Dios, que suplico yo a su bondad lo dé a gustar a quien pensare que
miento”.
(Libro
de la Vida, cap. XXIX)
La hagiografía lo llama transverberación (DRAE: La
fiesta de la transverberación del corazón de Santa Teresa. Transfixión:
Acción de herir pasando de parte a parte…): llámalo hache. O explícalo como
“el P. Efrén de la Madre de Dios: ‘Ésta es la famosa visión de la
transverberación (…) Sin necesidad de negar el hecho de la
Tansverberación, tal como la Iglesia lo celebra, conviene rechazar de antemano
que se trate de una vulneración física en la mencionada visión, cuya principal
realidad (…) es el efecto espiritual que infunde en el alma,
de suerte que, si algún efecto produce en el cuerpo es indirecto, por la
redundancia que proviene del alma. Se trata, pues, de un gran sentimiento de
amor infuso que algunas veces iba acompañado de aquella visión, la cual no era
causa, sino una mera circunstancia concomitante que hacía ver a su imaginación
lo que invisiblemente se le infundía en el alma (…) En
realidad, ni el ángel tenía cuerpo, ni el dardo era dardo, ni el fuego fuego,
ni la herida herida. Todo esto sólo eran formas sensibles con que la
imaginación traducía grandezas inefables’” (Juan de Loyola, S. J., Vida
del V. [-enerable] y angelical joven P. [-adre] Bernardo
Francisco de Hoyos [1711-1735] de la Compañía de
Jesús, www.marianos.net). Ya. Que el ángel no era ángel, el dardo no
era dardo ni el fuego, fuego, nos lo imaginábamos, pero si la transverberación no
fue un orgasmo como Dios manda, que venga Dios y lo vea…
Dice el papa Gregorio XV en
la bula de canonización de Teresa de Jesús: “Entre las virtudes de Teresa,
brilló con luz propia la caridad divina. Este amor se fue avivando en ella
gracias a las innumerables visiones y revelaciones con que Cristo la favoreció.
Una vez el Señor la tomó por esposa. En otra ocasión Teresa vio un ángel que
con un dardo encendido le transverberaba el corazón. De resultas de estas
mercedes celestiales, sintió la Santa tan abrasadamente el amor divino en las
entrañas, que, inspirada por Dios, emitió el voto, difícil en extremo, de hacer
siempre lo que ella creyese más perfecto y para mayor gloria de Dios”.
Y los propios carmelitas dicen: “A finales de 1565,
los ímpetus de amor llegan a darse a tal extremo en Santa Teresa de Jesús que
ella exclama: Verdaderamente me parecía que me arrancaba el alma.
Todo el capítulo XXIX de Vida [Libro de la Vida] es
una declaración de esos ímpetus. Ahora, el fuego se convierte en saeta y en
herida de amor. No ponemos nosotros la leña, sino que parece que hecho
ya el fuego, de presto nos echan dentro para que nos quememos. No procura el
alma que duela esta llaga de la ausencia del Señor, sino hincan [clavan,
fijan, empotran, ensartan…, aclaran, por su cuenta y por si…, los autores],
una saeta en lo más vivo de las entrañas y corazón a las veces, que no sabe el
alma qué ha [de hacer] ni qué quiere. Bien entiende que
quiere a Dios (V XXIX, 10).
“(…) A punto de concluir el Libro de la
Vida, Teresa de Jesús describe la mayor visión de la Humanidad de
Cristo que jamás haya tenido, y lo hace con la imagen de la llama: Vi
a la Humanidad sacratísima con más excesiva gloria que jamás la había visto.
Representóseme, por una noticia admirable y clara, estar metido en los pechos
del Padre. Esto no sabré yo decir cómo es; porque, sin ver, me pareció me vi
presente de aquella Divinidad. Quedé tan espantada y de tal manera, que me
parece pasaron algunos días que no podía tornar en mí; y siempre me parecía
traía presente aquella majestad del Hijo de Dios. Es una llama grande, que
parece abrasa y aniquila todos los deseos de la vida (V 38, 17–18)”
(En “Transverberación del Corazón de Santa Teresa de Jesús”, Santos
Carmelitas, http://carmelo.tripod.com).
Pero sólo los sucios de corazón, los inquisidores y
los de su ralea pueden escandalizarse o explicarlo con eufemismos hipócritas.
Un cortito fray Juan de Salinas, provincial de los dominicos, los inquisidores, que
reprochaba a los carmelitas su admiración por Teresa: “¿Quién es
una Teresa de Jesús, que me dicen es mucho vuestra? ¡No hay que confiar de
virtud de mujeres!”–, tras conocerla, oírla y examinarla,
expelió: “¡Oh, habíadesme engañado, que decíades que era mujer; y a fe que
no es sino varón, y de los muy barbados”. O sea, lo de siempre: “Una tía
con dos cojones”, diría el dominico de oficina y barra de
bar de hoy.
No los carmelitas descalzos –y, sí, también los de su
casta–, que al poco de su muerte publicaron su obra, una obra cruda por su
sinceridad, franqueza y, quizá sobre todo, por la llaneza de su estilo: “una
elegancia desafeitada que deleita en extremo”, dice Luis de León; lo que
se dice de su estilo: escribe
como habla. De ahí la claridad
de sus opiniones.
“Habré de aprovecharme de alguna
comparación, aunque yo las quisiera excusar por ser mujer y escribir
simplemente lo que me mandan. Mas este lenguaje de espíritu es tan malo de
declarar a los que no saben letras, como yo, que habré de buscar algún modo, y
podrá ser las menos veces acierte a que venga bien la comparación. Servirá de
dar recreación a vuestra merced de ver tanta torpeza” (Libro de la
Vida, cap. 11, 6).
“Ahora vengamos a lo interior de lo
que el alma aquí siente. ¡Dígalo quien lo sabe, que no se puede entender,
cuánto más decir!
“Estaba yo pensando cuando quise
escribir esto, acabando de comulgar y de estar en esta misma oración que
escribo, qué hacía el alma en aquel tiempo. Díjome el Señor estas palabras:
Deshácese toda, hija, para ponerse más en Mí. Ya no es ella la que vive, sino
Yo. Como no puede comprender lo que entiende, es no entender entendiendo.
“Quien
lo hubiere probado entenderá algo de esto, porque no se puede decir más claro,
por ser tan oscuro lo que allí pasa. Sólo podré decir que se representa estar
junto con Dios, y queda una certidumbre que en ninguna manera se puede dejar de
creer. Aquí faltan todas las potencias y se suspenden de manera que en ninguna
manera –como he dicho– se entiende que obran. Si estaba pensando en un paso,
así se pierde de la memoria como si nunca la hubiera habido de él. Si lee, en
lo que leía no hay acuerdo, ni parar. Si rezar, tampoco. Así que a esta
mariposilla importuna de la memoria aquí se le queman las alas: ya no puede más
bullir. La voluntad debe estar bien ocupada en amar, mas no entiende cómo ama.
El entendimiento, si entiende, no se entiende cómo entiende; al menos no puede
comprender nada de lo que entiende. A mí no me parece que entiende, porque
–como digo– no se entiende. ¡Yo no acabo de entender esto!” (Libro de
la Vida, cap. 18, 14).
La psiquiatría y
Teresa de Ávila
A lo que se me alcanza, Sigmund Freud (Freiberg,
Moravia, 1856-Londres, 1939) no estudió la personalidad de Teresa de Jesús,
quizá porque no conociera su obra y, seguramente, tampoco a ella.
Es verdad que los tiempos de Freud ya no son los del
Renacimiento, los del saber universal, quizá por lo relativamente limitado del
conocimiento y porque en el siglo XX ya es mucho lo que hay que leer para
desleír lo accesorio, nimio e inútil. Pero su desconocimiento del misticismo,
que trató de minimizar diciendo que era “un libro cerrado” –lo que parece una
evidente conciencia culpable de su laguna cultural, una simpleza simplona:
¿está “cerrado el libro” de lo que sea, por ejemplo, el del Pleistoceno
superior…?–.
Y así él mismo ilustra el reproche ajeno, quizá
interesado, o no: sus teorías adolecen de la necesaria solidez cultural, pues
transitan, sin solución de continuidad, el débil puente que de la policroma
sabiduría clásica llega a la grisácea experiencia clínica de su ominoso
gabinete. Sin duda, el caso de Daniel
Paul Schreber tendría
algún interés, pero, claro, comparar a Daniel Paul con Teresa… Además de dar
una pista el hecho de que la deslumbrante escritora rusa Lou Andreas-Salomé (San
Petersburgo, 1861-Gotïngen, Sajonia, 1937) fuera la única mujer que admitió en
el Círculo Psicoanalítico de Viena.
Cuando aún se dirigían la palabra, Josef Breuer (Viena,
1842-1925), protomártir del psicoanálisis, y el mártir propiamente
dicho, Freud, despacharon a dúo a Teresa de Jesús tachándola de “santa patrona de la histeria” (Estudios sobre la histeria, 1893), que
ya hay que ser sandios. Ignoro lo que sabría de ella el Breuer, pero a juzgar
por lo del Freud lo más probable es que se preguntaran el uno al otro qué
curso estudiaría la tal Tirisa fon Yissus… Peor para
ellos, quizá para nosotros, para quienes sufran las aguas que hacen sus teorías
e hipótesis fundamentadas en fantasías construidas sobre realidades de tiempos
aún más recios que los que le tocaron vivir a Teresa.
Aunque, para coronar la sandez, el modernizador Jacques Lacan,
quien, prueba viva de lo ajustado de la definición que usaba gente de la
Institución Libre de Enseñanza para ciertos individuos –“Es listo de la cabeza
y tonto del culo” (Susana Olmo García del Real dixit)–, dijo:
“Solamente hay que ir a ver la estatua de Bernini en Roma [Éxtasis de Santa
Teresa, 1647-52] para darse cuenta que se está corriendo [qu’elle
jouit], de eso no hay duda” (Juliet Mitchell y Jacqueline Rose, Feminine
Sexuality: Jacques Lacan and the école freudienne, Norton, New York,
1985). Ya. Está claro que no hay duda, ¿y? ¿No lo dice ella misma?
“Acaecídome ha algunas veces en este
término de oración estar tan fuera de mí, que no sabía si era sueño o si pasaba
en verdad la gloria que había sentido; y de verme llena de agua que sin pena
destilaba con tanto ímpetu y presteza que parece lo echaba de sí aquella nube
del cielo, veía que no había sino sueño”.
(Libro
de la Vida, cap. 18, 14).
Pues eso es, estúpidos –y de esto tampoco hay duda–:
leed mis labios: ¿cuántas mujeres
corriéndose están representadas en el mejor arte de la historia; de ésas, si las hay, cuántas son santas; cuántas de
estas santas son doctoras de la Iglesia católica y, en fin, cuántas de estas
doctoras lo cuentan para que todos sepan de esta difícil naturalidad?
Imbéciles, miopes del cerebro, inútiles: volved a vuestros schreberes y
que Dios los ampare…: a los schreberes.
Si es la propia Teresa de Jesús no sólo la que se
explica con la misma sencillez y naturalidad con que lo siente, sino que, en su
curiosa doble condición de mujer introspectiva y de mujer expansiva –y, sin
duda, de sabiduría inalcanzable para los antes citados–, estudia sus vivencias
místicas y las clasifica en arrobamientos y gozos (Las
moradas del castillo interior). El profesor de psiquiatría de la UNED
de Asturias, Guillermo Rendueles
Olmedo, dice:
“Así
describe los primeros: Se siente un movimiento tan acelerado en el
alma que parece que es arrebatado el espíritu con una velocidad que pone harto
temor (…) Es de tal manera que parece que el alma se sale
del cuerpo. Parece tras ella que toda junta ha estado en otra región muy
diferente de esta que vivimos. Por lo que toca a los gozos, la
imposibilidad lingüística de trasmitir el contacto con la trascendencia, hace
que la descripción se corporalice y produzca una curiosa mezcla de estilo
sublime y adjetivos sentimentales que ha propiciado la búsqueda de similitudes
con la prosa erótica: Estando rezando parece que viene una inflamación
deleitosa como si de presto viniese un olor penetrante que se comunicase por
todos los sentidos; no digo que es olor (…); los deleites se
presentan sin pretenderlo y sin estar en oración, como un trueno (…) siente
ser herida sabrosísimamente, mas no atina a quién ni cómo la hirió (…) quejase
en estertores, con palabras de amor, sin poder hacer otra cosa a su esposo (…)”
(Egolatría, Krk Ediciones, Oviedo, 2005).
Añadamos por nuestra parte algunas explicaciones más
de su Libro de la Vida que parecen significativas:
“Acá
no hay sentir, sino gozar sin entender lo que se goza. Entiéndese que se goza
un bien adonde juntos se encierran todos los bienes, mas no se comprende esto
bien. Ocúpanse todos los sentidos en este gozo, de manera que no queda ninguno
desocupado para poder [ocuparse] en otra cosa exterior ni
interiormente” [18, 1] (…) es agua que viene del cielo para con
su abundancia henchir y hartar todo este huerto de agua” [18,9] (…)
[El alma] siente con un deleite grandísimo y suave casi desfallecer
toda con una manera de desmayo (…) toda la fuerza exterior
se pierde y se aumenta en las del alma para mejor poder gozar de su gloria. El
deleite exterior que se siente es grande y muy conocido [18, 10]”.
Y mística, pero no tonta sino consciente de lo que
pueden suponerle la confesión de sus experiencias –“Hartas afrentas y
trabajos he pasado en decirlo, y hartos temores y hartas persecuciones. Tan
ciertos les parecía que tenía demonio que me querían conjurar algunas personas (…) Como
las visiones fueron creciendo, uno de ellos que antes me ayudaba (que era quien
me confesaba algunas veces que no podía ser el ministro), comenzó a decir que
claro era el demonio”–, no olvida, atribulada por “mil dudas y mil perplejidades”,
que también la visitan los ángeles negros, que ahuyenta algo con la cruz y
mucho con el agua bendita –“De la cruz también huyen, mas vuelven. Debe ser
grande la virtud del agua bendita. Para mí es particular y muy conocida
consolación que siente mi alma cuando lo tomo”–, la que fue alimento de
su anorexia juvenil…
Las ciencias modernas, la neuropsicología –desde
los inicios de William James (1842-1910), pasando por los europeos nombrados
y hasta, por ejemplo, el profesor Francisco
Mora Teruel, catedrático de
Fisiología Humana de la Universidad Complutense de Madrid (El reloj de la
sabiduría, Madrid, Alianza ed., 2001)–, dicen que estas experiencias
místicas, los éxtasis –incluidos hasta la caída del caballo de san
Pablo y la “degeneración hereditaria” de san Francisco de Asís…–, no son, según
el materialismo médico, sino epifenómenos
epilépticos: lo que la crítica
psiquiátrica del misticismo llama, con gracia inesperada, “neuroteología”;
manifestaciones del síndrome de Gerschwind, “cuadro clínico caracterizado por
la hiperreligiosidad, la hipersexualidad, la hipergrafía y la pegajosidad en
los contactos sociales. Se trata de una enfermedad causada por una lesión en el
lóbulo temporal”, dice el profesor Rendueles, quien, en su citado y tan interesante
como ameno ensayo, avisa que “en algunos textos de Santa Teresa de Jesús hay
descripciones de lo radicalmente otro difíciles de reducir a
una sensación carnal sin hacer trampas simplificadoras”.
No digo que no, no podría decirlo, pero me pregunto de
nuevo: ¿y? Si la ciencia dice que Juan de la Cruz era epiléptico –¿quizá
sobrevenido tras las torturas de sus prisiones?– y Teresa de Jesús, histérica –¿quién no, en esas condiciones?–, no hay nada
que objetar. Pero siempre y cuando se despojen ambos diagnósticos de cualquier
matiz peyorativo y se admita, paladinamente, que igual que esos males no
convierten al paciente en artista –por hiperreligioso, hipersexual,
grafomaníaco y pegajoso social que sea–, tampoco la obra
gigantesca de ambos místicos, que no habría existido sin sus experiencias,
puede apuntarse en el haber de tales disfunciones cerebrales.
De la santidad ¿y
el feminismo?
Los poco o nada complacientes con el misticismo –lo
de Pablo de Tarso: una crisis del córtex occipital, que allá él, el san,
como si fue de los lóbulos temporales; lo de Francisco de Asís:
una degeneración congénita, que por qué no hubo, hay y habrá más, muchas más–,
como el propio William James, reflexionan; en palabras del profesor Rendueles:
“Como anticipó William James, el descubrimiento del origen orgánico de la
vivencia religiosa sólo revela que el espíritu tiene que utilizar la materia
cerebral existente (en este caso el lóbulo temporal alterado) para soplar por
donde quiere” (op. cit.) y en las del propio James, que
dice:
“Immediate luminousness, in short, philosophical
reasonableness and moral helpfulness are the only available criteria.
Saint Teresa might have had the nervous system of the placidest cow,
and it would not now save her theology, if the trial of the theology by these
other tests should show it to be contemptible. And conversely if her theology
can stand these other tests, it will make no difference how hysterical or
nervously off balance Saint Teresa may have been when she was with us
here below”.
The Varieties of Religious Experience: A Study in
Human Nature, Random House, New
York, 1929.
(Manuel Velasco López me proporciona la siguiente y
estudiada traducción: “Inefabilidad [iluminación, clarividencia,
lucidez, omnisciencia, conocimiento] instantánea [inmediata]; en
pocas palabras, la racionabilidad filosófica y la disponibilidad [amabilidad,
asistencia, entrega] moral son los únicos criterios disponibles. Santa
Teresa podría haber tenido el sistema nervioso [comparable al] de
la vaca más mansurrona [apacible] y ni así salvaría ahora su
teología en caso de que la teología resultara desdeñable [despreciable] tras
la evaluación con estos otros baremos. Y, viceversa, si su teología superara
estos mismos otros baremos, sería irrelevante el grado de histeria o
desquiciamiento nervioso que tuviera Santa Teresa mientras estaba entre
nosotros aquí abajo”).
Pues, ¿cuál no sería la fuerza de “cosa tan ruin,
tan baja, tan flaca y miserable, y de tan poco tomo, que ya que trabaje por no
las perder con vuestro favor (y no es menester pequeño, según yo soy), no puede
dar con ellas a ganar a nadie; en fin, mujer, y no buena, sino ruin” –como
se definía: Libro de la Vida, cap. 18, 4– que Roma la santificó cuarenta años después de su muerte? Lo que, si exceptuamos estos siglos XX y XXI de
ascensores exprés a la santidad –unos por pago, otros por propaganda y unos
terceros para disimular los anteriores–, es de una rapidez verdaderamente
inusual: Juan de la Cruz, por ejemplo, ya que comparamos méritos, no será
canonizado hasta 1726, más de siglo y cuarto después de su muerte (aunque será
proclamado doctor de la Iglesia en 1926, más de cuarenta años antes que
Teresa…).
Pero como Spain is different desde was,
frente a las Cortes que en 1626 la nombraron copatrona de los Reinos de España, con Santiago Apóstol, se alzó el integrismo eterno,
el político-religioso de los peperos del was –¿es la
época o que el hada mala maldijo a España en la cuna?–, los
estúpidos, Quevedo al frente, que lograron revocar el acuerdo para vergüenza
propia. De modo que cuando, en el siglo XX, la Sección Femenina la
nombre su patrona no se sabe si lo hacen en nombre de aficiones fricatrices [Miguel Espinosa]
o de la míxtica, la mixtificación propia de la Falange Española, Tradicionalista, de las JONS y del Nos
Quedamos Cortos; no, desde
luego, en nombre de su fortaleza femenina, pues con su gobierno, la dictadura
del general-enésimo Franco –que paseará su brazo incorrupto por
sus miserias, como si fuera una figa–, la mujer española volverá
a la sumisión y al oscurantismo casi renacentista: le arrebatarán la letra conquistada
en la II República Española…
A ver, que se nos olvida la brutalidad de género de la dictadura, el maltrato franquista contra la mujer: hasta el 22
de julio de 1961, fecha de la ley sobre Derechos Políticos, Profesionales y
Laborales de la Mujer, los derechos laborales de la mujer no estaban
equiparados a los del hombre, aunque dejó vigente, hasta 1976, la autorización
del marido para que la esposa pudiera trabajar. Hasta 1966 no se permitió a la
mujer ejercer de magistrada, juez ni fiscal de la Administración de Justicia.
Hasta 1968 no se permitió a la mujer casada que se presentara como candidata a
las elecciones municipales (y hasta 1976, con prescripción facultativa marital.
Una encuesta de este año realizada por el Instituto (franquista) de la Opinión
Pública, publicada con el título Habla la mujer, pone de
manifiesto el “profundo conformismo, el bloqueo o la autocensura en los que se
halla sumida la mujer española”. Y en este mismo año, por primera vez desde el
final de la guerra, se nombra a una mujer para dirigir un diario: a Ángeles Massó para Diario
Femenino, un periódico para mujeres, editado por el publicitario Víctor
Sagi en Barcelona. Y, en fin, para no aburrirnos: hasta el 4 de julio de 1971
no se derogó la disposición por la que el padre podía dar a sus hijos en
adopción…, ¡sin el consentimiento de la madre!
Elogiando a la
mujer
¿Qué fuerza tiene Teresa de Jesús que reúne tras de sí la admiración de propios, de ajenos y de opuestos, que somete el machismo diabólico de la no obstante autobautizada Santa Madre Iglesia y que apasiona a quien se acerca a ella, a su riqueza humana e intelectual?
A Gottfried
Wilhelm von Leibniz (Leipzig,
1646-1716) lo deslumbró: “El espíritu más grande, el alma más sublime, que
después de la venida de Cristo se haya revestido de carne humana”. Y don Ramón Menéndez Pidal dijo investido de seriedad crítica: “La más original escritora”.
Fue nombrada doctora honoris causa por la Universidad de
Salamanca en 1922 y patrona de los escritores españoles en 1965: “Luz de España
y de toda la Iglesia”, dijo Pablo
VI con ocasión de este
nombramiento.
A Gertrude
Stein (1896-1989), otro
poderoso espíritu femenino –sus últimas palabras fueron para interrogarse:
“¿Cuál es la respuesta? Y, en ese caso, ¿cuál es la pregunta?”. Por compararlas
con las de un místico ful, san exprés, el Josemaría Escrivá de Balaguer (Barbastro, Huesca, 1902-Roma, 1975), marqués de
(una)Peralta, fueron: “No me encuentro bien”: ¿y? –, que tuvo a Teresa de Jesús
como heroína en su juventud –“Saint Teresa was a heroine
of Gertrude Stein ‘s youth”, escribe en su Autobiography–
y un profundo interés por España, Castilla y la creación española,
especialmente el misticismo religioso, le inspirará el libreto de la
ópera Cuatro Santos en tres actos (Four Saints in
Three Acts, 1927), compuesta por Virgil Thomson.
Fue estrenada en Broadway en febrero de 1934 y con un reparto de actores negros
exclusivamente, lo que no parece una mala compensación de la justicia inmanente
a los desprecios a los Juan Latino españoles y europeos del XVI. En todo caso,
mejor, en éste: justicia poética, la locución acuñada por el historiador,
crítico y teórico literario inglés Thomas
Rymer (Yafforth Hall,
1641-Londres, 1713) en Tragedies of the Last Age (1677),
quien venía a decir que “la misión de la poesía es hacer justicia a la
historia” (“El arte como reintegración”, Antonio Valdecantos (Madrid,
1964), profesor de Filosofía Moral, Universidad Carlos III de Madrid,
htpp://seneca.uab.es). Podríamos decir que la justicia poética es una justicia
inmanente ejercida por la literatura.
En cuanto a la justicia inmanente, sirvámonos de un
ejemplo de nuestra desdichada historia. Desde Miguel Maura (Madrid,
1887-Zaragoza, 1971), la extrema derecha atribuye a don Manuel Azaña Díaz (Alcalá de Henares, Madrid, 1880-Montauban, Francia,
1940) la reflexión de que la quema de conventos en Madrid en 1931 se debía a un
acto de “justicia inmanente”, es decir, la brutalidad espontánea con que se
saldaban con reciprocidad siglos de opresión sangrienta, expoliadora y
despiadada de la Iglesia católica española. Maura realizó esa atribución en sus
memorias –Así cayó Alfonso XIII (1962)–; para juzgar su verosimilitud,
conviene tener en cuenta que el conservador Maura era el titular de la cartera
de Gobernación del gobierno provisional de la República, es decir, precisamente
el encargado de impedir los desmanes, quien se tapa acusando al resto del
gobierno de coalición. En todo caso, a los efectos que nos interesan, su
afirmación explica lo que trata de significar la locución adjetiva.
Pero dejemos la miseria más reciente para volver al
deslumbramiento teresiano. La filósofa Diana Sartori,
profesora de la Universidad de Verona, describe a Teresa como un “ejemplo de
libertad femenina y como fundadora de un orden; de una orden religiosa, pero
también de un orden de realidad” (“Perché Teresa”, en Mettere
al mondo il mondo, Diotima, www.diotimafilosofe.it).
Y para un escritor y cineasta de la modernidad
española, Ray Loriga (Madrid, 1967), autor del film Teresa:
el cuerpo de Cristo (2006): “Fue una de las primeras mujeres de la
historia que se negó a aceptar los roles femeninos que le ofrecían la sociedad
y la Iglesia. No quiso ser ni María Magdalena ni la Virgen María, esos dos
arquetipos monstruosos; ni tampoco esposa y madre esclava. Por eso
escribió: La libertad está en la celda”. Y, curándose en salud, o
creyéndolo, ante las previsibles reacciones violentas del integrismo católico,
apenas distinguible de las del integrismo islámico, añade: “Su relación con
Cristo la expresó como una relación muy sexual. En sus transverberaciones –un
proceso espiritual y carnal muy complejo que se parece mucho a un acto sexual
pero que no se puede reducir a la palabra orgasmo, porque muchísimas mujeres
tienen orgasmos y santa Teresa sólo hay una– se sentía traspasada por el dardo
de Dios; así que, si hay escándalo social, será suyo, no mío”. ¿Suyo? Bueno,
será de quienes se escandalizan o, en todo caso, de Loriga, no de Teresa, que,
¿qué culpa tendrá de lo que no tenía culpa hace ya más de cuatro siglos?
Primera doctora
de la Iglesia católica
Veinte siglos de historia de la Iglesia de Roma no
encontraron oportunidad para que ninguna mujer acompañara a los treinta santos
varones proclamados Doctores de la Iglesia –una especie de santos cum
laude –, pero Juan
XXIII, papa de 1958 a 63, quería
una Iglesia nueva, la que saliera del Concilio Vaticano II: su sucesor, Pablo
VI, enemigo de la dictadura franquista, declaró a Teresa primera doctora de la Iglesia. A los pocos días, Catalina de Siena (1347-1380)
mereció el mismo reconocimiento y, en 1977, el papa Juan Pablo II proclamó
el doctorado de otra carmelita: Teresa Martin (1872-1897), llamada de Lisieux
por profesar (tras su hermana Paulina) como sor Teresa del Niño Jesús en el
convento de esta localidad francesa, y ser canonizada, sólo a veintiocho años
de su muerte, con el nombre de santa
Teresita del Niño Jesús. En fin,
la Iglesia romana no ha encontrado ni antes ni después mujeres que merecieran
ese máster; lo admirable es, quizá, que hayan sido capaces de
encontrar tres… ¿Quizá la cuarta sea la ya beata Teresa de Calcuta? Que tomó el nombre de Teresita [Cerecita, decían otros] del
Niño Jesús, quien a su vez lo tomó de Teresa de Jesús.
No deja de ser paradójica esta inflación de Teresas en las alturas santuarias,
siendo nombre tan preferido por literaturas bien alejadas de la hagiografía…
Unos vinculan el significado del nombre de Teresa a trabajos sociales: cazadora
divina, cultivadora, cosechadora…; otros dicen que se deriva de terasia,
habitante femenina de la isla de Thera del Egeo, o de Tiresias, oráculo llamado
el Ciego, patrón laico de psiquiatría y psicología, cuyo nombre quiere decir
“animal salvaje”, y quien cree que vendría del griego, donde puede que
signifique “bella y ardiente como el verano”… Quién sabe… A mí me gusta el
de cazadora –divina o no, es lo de menos– por
lo del amor altanero contrapuesto al amor cortés y por lo que atañe a la poesía
renacentista española en la que se insertan Teresa de Jesús y Juan de la Cruz.
En fin, mientras si sí o si no, o quién sabe,
nosotros, a lo nuestro, o sea, a lo dicho: ¿qué fuerza tiene Teresa de Jesús? Pues si era una enferma de la cabeza,
como apuesta la neuroteología, perfecto: ¿no deberíamos aprender
de ello para no despreciar ni marginar a los enfermos de la cabeza,
como, me temo, hacemos desde hace tanto, sino, precisamente, aprender de
ellos?
[Este texto fue publicado en
Anatomía de la Historia (la revista digital que yo dirigía) el 14 noviembre de 2016]
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