Lennon y McCartney: una dialéctica antropológica; Por Rafael Herrera


Cuando escucho a The Beatles, desde hace años (y cuando quiero decir, desde hace años, quiero decir desde antes de nacer, pues me consta que en casa se escuchaba a los de Liverpool desde antes que yo ocupara la barriga de mi encinta madre). Pero ¿por dónde iba? No sé; sigamos.

Mi padre fue uno de esos jóvenes que vieron a los cuatro en España… Por tanto, yo no elegí escuchar a The Beatles. No fue una elección para mí, como no lo es hacer la digestión, respirar o transpirar.

Elegir que un grupo de música te gusta es algo demasiado culto, demasiado lejano. Considero que la estética tiene su base fundamental en lo no pensado, lo visceral, lo inmediato; lo que viene después son patillas, libros, discos, ganas de ligar y lo peor de todo… filosofía.

Cuando escucho a The Beatles, desde hace años (y esto creo que lo he dicho ya alguna otra vez) tengo la sensación intelectual de que su genialidad procede de la perfecta armonía de contrarios que unificaron la capacidad creativa de Lennon y McCartney.

Uno puede ser de Lennon o de McCartney. Hay grandes discusiones al respecto de mentes brillantes, y sobre todo de mentes borrachas en noches importantes con amigos que han escuchado buena música, leído mucho y pensado con la cerveza en la… cabeza. Me he unido a esa caterva en innumerables ocasiones.

Hace años pergeñé una breve reseña sobre el asunto que ahora he revisitado. Se trataba (y vamos a tratar ahora) de una sensación al escuchar una canción, no de una reflexión sesuda de esas que destruyen el momento estético.

Seré breve, porque este tipo de cosas importantes no merecen la tediosa largueza del crítico generoso, sino más bien el relámpago sintético de la sensibilidad musical.

Creo que en la relación entre Lennon y McCartney como compositores, como un único autor, se produce una dialéctica antropológica universal.


Para demostrar esta tesis que no es una tesis sino una creencia, voy a usar un argumento que no es un argumento sino un artefacto musical: la canción A day in the life. Considero que el mayor exponente que demuestra mi tesis antropológico-estética lo tenemos en este absoluto musical.

La canción parece una mera y aparente yuxtaposición de dos canciones diversas. La primera parte pertenecería a Lennon y la segunda, a McCartney. Esto es historia. Cualquiera lo sabe. Una parte la hizo el uno, y la otra, el otro.

La primera parte empieza con unos sencillos acordes de guitarra, que evocan la sencillez de los primeros esplendores, tímidos, del amanecer que viene. De inmediato, entra el piano, para dar nobleza a los destellos iniciales, y la base rítmica, para dar estabilidad al día melancólico que se avecina.

Entonces, la voz que se impone sobre el nuevo día es la del hombre, triste, que nos da la contraimagen dolorida de lo humano. Así, en unos pocos segundos, tenemos un día triste remarcado por una vida triste. La síntesis de lo natural y de lo humano en un puñado de notas simples.

El día nace con la sencillez sonora de los acordes, de la misma manera que la vida humana se despierta con la tristeza de la narración de lo trágico en el periódico. Esta primera parte es absolutamente lennoniana, y evoca el canto elegíaco que toda alma sensible siente frente a la evidencia de lo perdido en el presente.

Para entender la segunda parte es esencial captar el puente musical caótico que nos lleva de una parte a otra. Ambas partes están unidas por una escala en la que la melancolía de la primera parte se va diluyendo en profundos agudos chirriantes que parecen que nos llevan irremisiblemente a la tragedia en que desemboca toda elegía.

Sin embargo, el puente caótico finaliza con un golpe grave, que neutraliza el surgimiento de la tragedia, y abre el camino de una paz posible entre el dolor del día. Es entonces cuando comienza la segunda parte, claramente maccartneyana.

Ya no tenemos una sencilla sucesión de acordes de guitarra, como en la primera parte. Ahora lo que domina es el bajo y los graves, que vienen a dar consistencia física y vital a los alados lamentos de la primera parte.

Frente al dolor elegíaco, McCartney nos ofrece el día de un burgués ordenado, que se levanta, no cuando amanece, como en la parte de Lennon, sino cuando suena el despertador. El deber del trabajo, la felicidad hogareña, es lo único que puede salvarnos de la evidencia de la armonía del dolor natural y humano.

Un día en la vida de un poeta deja paso a un día en la vida de un burgués.

Sin embargo, este juego de síntesis está lleno de ironía. La felicidad tranquila del hombre sencillo y trabajador dura poco. La consistencia de los bajos, la rotundidad de los graves, son igualmente frágiles, y caen para dar paso al canto lejano de la melancolía, que vuelve a unirse en la recuperación de la primera parte.

Y esto sucede porque, en el fondo, es el mismo hombre aquél que se lamentaba en la primera parte y el que se despierta feliz en la segunda. La felicidad es posible, pero si hay en ella el espacio propio de la ironía. Ser feliz sin ironía es una impiedad; pues siempre nos espera, a la vuelta de la esquina, el lamento sonoro del dolor de ser hombre. Así, pues, parece que se impone la primera parte….

Pero también la melancolía requiere su ironía. No puede imponerse de modo absoluto en la vida, pues de este modo, la debilitaría hasta la impotencia, o la haría estallar en la violencia.

Por tanto, la aparente vuelta al estadio melancólico de la primera parte, termina con un nuevo final caótico mitigado, en el que Lennon y McCartney nos avisan de que lo irracional es lo que queda siempre que rascamos la piel de las certezas del hombre, ya sea la certeza melancólica del dolor o la certeza vital de la alegría.


[Este artículo fue publicado en Anatomía de la Historia el 21 de octubre de 2013]

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