Colofón a mi libro ‘La Transición’; de Justo Serna


La Transición política española merece ahora muchos repudios. Hay una tesis que se extiende, una explicación de los hechos y una interpretación de las conductas que parece tener éxito. ¿Cuál es la razón? Son varias, por supuesto, pero podemos enumerar alguna.

Principalmente, la Transición se condena porque se observa y se explica como una dejación de la izquierda, como un pactismo lastrado, como una imposición del franquismo reformista. ¿Existía tal cosa? ¿El franquismo reformista? Por supuesto, dentro del Régimen, dentro de la Dictadura, había sectores interesados en el cambio, en un cambio moderadísimo que permitiera constituir un régimen de partidos sin el Partido Comunista de España y, por extensión, sin los comunistas. Éste era su punto de partida: no podrá aceptarse la legalización del PCE porque el Ejército no lo consentirá.

En la Semana Santa de 1977, los comunistas fueron incorporados a la legalidad por parte de Adolfo Suárez y con la anuencia y el apoyo del entonces joven rey Juan Carlos I. La repercusión fue enorme, la alegría mayor. Sin los comunistas, nada podía seguir adelante. Había sido el Partido, el gran partido de la oposición antifranquista, y por tanto su presencia era imprescindible y sus militantes un activo de gente abnegada, preparada, dispuesta a concertar, a convenir.

En todo pacto o acuerdo hay una prestación y una contraprestación. Los comunistas aceptaron la monarquía constitucional, los símbolos reales y el respeto institucional. Fue una labor encomiable que hoy en día se reprocha a quienes hicieron posible tal pacto. Había que estar en aquella España gris, tenebrosa, para saber lo que se jugaban los aguerridos militantes.

¿Por qué se critica hoy? Porque, sin problemas militares ni amenazas golpistas, se entiende que la Transición habría sido fruto de la imposición o de la conspiración. Santiago Carrillo, curtido en mil batallas −en mil batallas conspirativas− y de arraigada tradición estalinista, habría impuesto a los suyos, los militantes comunistas, lo que era inaceptable: un rey y un linaje forzados por Francisco Franco con la Ley de Sucesión. Todo pactado en petit comité, todo arreglado entre moquetas y whiskies, en habitaciones humeantes de acceso restringido.


¿Qué hicieron los partidos en ese contexto? Según las teorías conspirativas y derogatorias, el resultado fue un desastroso acuerdo que benefició en exclusiva a esa clase dominante del tardofranquismo, deseosa de quitarse de encima al decrépito dictador, necesitada de Europa.

Los partidos de oposición, de la izquierda y nacionalistas, numerosos pero aún débiles, no habrían tenido más remedio que consensuar el marco constitucional, la Carta Magna de 1978. No habrían tenido más remedio que aceptar el terreno de juego. Eso se dice.

La consumación de este proceso habría sido la formación de una casta de privilegiados políticos, entre ellos los principales beneficiarios electorales del pacto: el centro-derecha posfranquista y los socialistas, el PSOE, un partido escaso, menguado, prácticamente inexistente, pero con un líder muy seductor y lenguaraz, Felipe González. Y un rey, Juan Carlos I, que finalmente se habría revelado como un ventajista y un logrero de los negocios.

Como en toda teoría conspirativa, la realidad no está ausente. Siempre hay elementos ciertos y conjeturas aceptables; siempre hay algo de verdad en lo que parece indiscutible. Junto a hipótesis tolerables (hipótesis que no se pueden documentar) hay luego atractivas ensoñaciones, utilísimas pesadillas, aquelarres. No haber participado en unos hechos nos vuelve, además, biliosos: creemos que de haber estado nosotros las cosas podrían haber andado mejor.

Yo no estuve en ninguna negociación, por supuesto. Yo no crecí pensando en mi papel (nulo), pero lo viví como un jovencito deseoso de que aquello saliera adelante. Reconozco que todo es mejorable. Reconozco que las cosas humanas son en general decepcionantes.

Pero me congratulo de haber tenido una juventud en la que pude votar, en la que pude elegir, en la que pude soñar con algo muy distinto de lo vivido por mis padres.

La historia contemporánea de España, salvo excepciones, es un desastre. La historia constitucional de España, salvo excepciones, es calamitosa. Qué quieren que les diga.

Yo estaba estudiando ambas historias y me felicitaba de no repetir esas fases tan desgraciadas. ¿Se lo debo a don Juan Carlos? No. Se lo debo a políticos responsables (no desastrosos, como dicen Gregorio Morán y otros) y a mucha gente que recordaba la Guerra Civil. En fin.

Gracias a José Luis Ibáñez Salas podremos aceptar la historia menuda de un tiempo hoy malquisto.

 

Justo Serna (catedrático de Historia Contemporánea en la Universitat de València, 2015)

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