En medio de una eternidad tan antigua como Dios


Nada somos sin meteoritos. En una micra microscópica, enormemente casi cero, una o varias micras, poca cosa, ya digo, una nimiedad casi invisible de carburo de silicio, en pedazos de brizna mineral como ella llegó a la Tierra la causa que posibilitó la vida desde un mundo anterior al mismísimo Sol. Mil millones de años anterior al Sol y su sistema. Cincomilseiscientos años antes de que el Sol naciera en medio de una eternidad tan antigua como Dios. Casi tan antigua como Dios. Fragmentos de estrella que no quiso una estrella aterrizaron en Australia camuflados en roca vagabunda cuando yo tenía seis años. Cuando los humanos pisábamos la Luna y seguíamos destruyendo a la velocidad de un rayo medieval la Tierra donde nacimos. Polvo estelar milagrosamente amparado para que nuestra ciencia infantil nos diga cada vez mejor y más alto lo poco que somos, lo poco que fuimos, lo poco que seremos.

Meteorito de Murchison, sé que eres una condrita carbonácea, se lo he leído a un sabio: una condrita carbonácea, una rama asintótica de las gigantes. No me invento nada. Junto a una incandescencia como la tuya se alimentó el Sol que aún parece querer preservarnos a los seres vivos para la muerte.

[Tras leer… “Hallado un material más antiguo que la Tierra dentro de un meteorito. Un equipo de científicos analiza el compuesto más viejo que se haya detectado. Tiene hasta 7.000 millones de años y se formó antes que existiesen el Sol y los planetas del sistema solar”. Nuño Domínguez, El País, 14 de enero de 2020]

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