Huir, esconderse, desaparecer
Las montañas y sus nieves vistiendo sus rocas, las montañas y su perfil recortado prácticamente nunca nítido, hoy sí. El azul intenso de los cielos que casi se puede oler desde donde otea. Cuánta luz. La misma luz de sus años de niño en el valle. Los años de la escuela y de ayudar en las vacas, atropando y conduciendo el carro tirado con un aire sandunguero por Lucero. Los años en los que ni él ni los niños como él podían imaginar el abismo que los adultos iban abriendo a sus pies en una absurda carrera empapada de pánico y de un creciente odio hacia el otro, ese odio que convierte a los que no coinciden contigo en enemigos primero y en animales cuando ya no hay más que los míos. Y de aquello como un rescoldo queda su presencia solitaria en el monte y el llanto de su madre y el llanto de su hermana y la vida dolorosa de cuantos le acogen o le estimaron o le estiman. Y tantos muertos, como su padre o su hermano, amigos, vecinos, enemigos desconocidos y enemigos que le acechan o que simplemente están al otro lado en los tiempos de la guerra cuando la derrota solo era una posibilidad. La derrota de los suyos. No su derrota, la derrota del hombre que otea con unos prismáticos inexplicablemente útiles tantos años después de haber sido fabricados, con lo que han vivido en esas tierras santanderinas en el ajetreo de los huidos que alguna vez quisieron ser guerrilleros. No su derrota porque por eso observa en lontananza la carretera por donde ya ha pasado la pareja de la Guardia Civil y por donde ahora mismo circula un camión de los de la leche lleno de perolas que refulgen en su latón del que nace un tintineo que casi puede escuchar desde su soledad campestre de guerrero solitario.
A menudo rememora la zozobra que estalló aquella
mañana de hace ya tantos años obligándole a abandonar su casa, su pueblo para
unirse a los del monte, la determinación inflexible que venía fraguándose tras
cada una de las obligadas visitas al cuartelillo donde la toalla húmeda y
anudada destrozaba su espalda sin dejar eso sí huellas visibles, el sadismo y
el odio cruel de las bestias que no saben sino ser bestias aunque bestias no
hayan nacido. Bestias con nombres y apellidos para los que la palabra venganza
se queda pequeña y se muestra insuficiente. Los meses en el hospital valenciano
para tuberculosos en donde su hermano el falangista consiguió que le ingresaran
y del que regresó restablecido a su tierra para constatar una vez más que había
perdido una guerra en la que había luchado con la convicción del neófito
llegado al sendero de la tierra de promisión de los trabajadores-de-toda-clase
redimidos. Los trece meses de guerra que desembocarían en un frente roto y en
una desbandada demasiado humana y la prisión antes del sanatorio y los ojos de
su madre, privada de uno de sus hijos y con él casi muerto. Y viuda, una más de
aquella España llena de viudas y llena de mujeres preparadas para ser las
viudas que serán, para llenar los lugares del negro del dolor por la pérdida.
Huir, esconderse, desaparecer, rápido, rápido, con
determinación, corriendo, sin mirar atrás, si acaso cuando ya su casa no está a
la vista y el dolor de la pérdida convierte la fuga en una nueva derrota de la
dignidad que el que escapa pretende restaurar con su evasión. Escurrirse hacia
la única libertad posible, la de los del monte, la de los emboscados, la de los
guerrilleros. El territorio de la resistencia real al régimen de oprobio que
ganó hace años una guerra que aún perdura. Detrás quedan los golpes y las
preguntas sin respuesta posible, la orina derramada y el rencor y su mordedura
poderosa y el antídoto para que no oscurezca tu mente en una noche eterna, pero
también la madre y las hermanas, y el hermano y el padre muertos. Y la juventud
sepultada sin haberla tenido, y la vida que no será.
Lobos de los que huir, lobos auténticos en el camino del destino y los otros lobos, aquellos con los que compartir el desahucio a que le llevan los modos de los victoriosos en la guerra de los mil días que se prolonga en los valles y los montes de su tierra, que se prolonga en todo un país calcinado por el terror y el gris oscurantista por la ausencia del perdón y de la paz. De los lobos hacia los lobos, en territorio de lobos. Escucha un aullido, o lo que parece un aullido. De lobo. No hay respuesta. Él paraliza la ascensión hacia la montaña enorme que domina el territorio de su infancia y de la juventud que no pudo tener. Y es entonces cuando cae en la cuenta de que tal vez no haya cogido la ropa necesaria para vivir en tierra de lobos, y recuerda la escasa cantidad de comida que cargó cuando aprisa asumía su futuro de emboscado, acompañado de los guerrilleros que ya condecoran la dignidad de los vencidos en los montes asturianos y cántabros de su entorno vital. El aullido se repite, demasiado cerca de él, dejando en la noche un destello animal justo cuando el huido es consciente de que se está convirtiendo en un proscrito si no lo es ya, en medio de ningún sitio. Decide acampar donde ya le empieza a costar el avance sin asumir riesgos imprevistos, aunque acampar es una palabra excesiva, ahora que el aullido recibe el eco de otro aullido ese sí lejano pero fúnebre.
[Este texto pertenece a mi primera novela, Serás mi tumba¸ publicada en 2023 en
Sílex ediciones]
>>>> arte de Eduardo Leal Uguina: trabajos
para la cubierta de la novela Serás mi tumba<<<<<
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