Perdón por ser (hoy) feliz; por Paz Martín-Pozuelo
Cuando estudiaba cuarto de carrera, en el turno de noche porque por las mañanas cuidaba niños o ancianos (no recuerdo bien a cuál de los dos cuidaba entonces) conocí a Gloria, una mujer que aparecía siempre cuando la clase estaba iniciada envuelta en abrigos carísimos, de pieles a veces y otras de un paño que solo con mirarlo ya me estaba quitando el frío. Tenía algún problema en el oído por lo que, fuera la hora que fuera, cuando llegaba caminaba hasta la primera fila. En ese paseo lento recorriendo el aula, dejaba además un rastro de perfume que a mí, que entonces me vaciaba en el cuerpo por las mañanas decilitros de Nenuco, me encantaba. Una tarde, la misma en que supimos que Lady Di se iba a casar con Carlos, lo recuerdo muy bien, vino muy pronto y quién sabe por qué motivo se sentó a mi lado, no muy cerca de la primera fila. Con un dolor todavía visible, me contó que su madre había fallecido, que era hija única, que la había estado cuidando durante semanas y que esa era la razón por la que no había venido a clase y la razón, también, por la que ahora tenía que pedirme los apuntes. No lo dudé un segundo, los llevaba encima y en ese mismo instante se los presté.
A la semana siguiente, y a la otra y
a la otra, Gloria ya no caminaba hasta la primera fila, cuando llegaba se
sentaba a mi lado. Muy pronto fuimos amigas también fuera de clase, charlábamos
de cualquier cosa y reíamos mucho. Ella se había quedado sola, yo en mi primer
año en Madrid ya lo estaba, por lo que estar juntas fue para las dos un regalo.
A veces me invitaba a café, yo lo hice algún día pero enseguida tuve que
decirle que prefería pasear, que en realidad no podía permitirme muchos cafés.
Fue cuando le hablé de mis penurias económicas y cuando ella me dijo que
trabajaba para una productora de cine. Insistió en que, en agradecimiento por
haberle prestado los apuntes, quería hacerme un regalo. Quiso saber qué era lo
que yo necesitaba. No me creyó cuando le dije que no necesitaba nada, que era
feliz con lo que tenía, que me gustaban sus abrigos, sus jerseys, sus
pantalones, que me gustaba su perfume pero que nada de eso podía hacerme tan
feliz como verla llegar por las tardes y caminar hasta mi banco.
Hoy que he recordado a Gloria y aquel
tiempo en que yo era feliz del modo sencillo en que lo son los niños, he
recordado La pequeña serenata diurna de Silvio Rodríguez (que hay
que escuchar con su música) y he caído en la cuenta de que también hoy a pesar
de las ausencias, de algunos dolores con los que nunca conté, a pesar de todo,
soy una mujer feliz. Y como él hoy pido que me perdonen, que me perdonéis por
este día, mi felicidad…
‘Pequeña
serenata diurna’
“Vivo en un país
libre
cual solamente
puede ser libre
en esta tierra, en
este instante
y soy feliz porque
soy gigante.
Amo a una mujer
clara
que amo y me ama
sin pedir nada
—o casi nada,
que no es lo mismo
pero es igual—.
Y si esto fuera
poco,
tengo mis cantos
que poco a poco
muelo y rehago
habitando el
tiempo,
como le cuadra
a un hombre
despierto.
Soy feliz,
soy un hombre feliz,
y quiero que me
perdonen
por este día
los muertos de mi
felicidad”.
Silvio Rodríguez
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