El tiempo de Manuel Vicent
Del escritor y periodista español Manuel Vicent, a quien tanto he leído en las páginas (de papel o cibernéticas) del diario El País, solamente había disfrutado de dos de sus novelas, y las dos me parecieron brillantes: Tranvía a la Malvarrosa, de 1994, y la extraordinaria El azar de la mujer rubia, dieciocho años posterior.
En 2024 publicó Una historia particular (otro de sus libros de recuerdos personales de su propia vida, este con una mayor pretensión, es un decir, de ser unas memorias). Comencé leyéndolo con ese interés casi sobrenatural con el que queremos devorar los libros que parecen escritos para nosotros de una manera personal, pero poco a poco fui perdiendo el apetito literario que Vicent había despertado en mi ansia lectora. No obstante…
El prólogo, concienzudamente titulado ‘No es
necesario escribir para ser escritor’, comienza así:
“La vida, como el violín,
solo tiene cuatro cuerdas: naces, creces, te reproduces y mueres. Con estos
mimbres se teje cada historia personal con toda una maraña de sueños y pasiones
que el tiempo macera a medias con el azar. Después de rascar y rascar con el
arco las cuatro cuerdas de este violín, algunos escritores extraen grandes
melodías en forma de novelas y relatos llenos de personajes que proceden de su
imaginación. Yo no llego a tanto. A mí solo me gusta contar lo que he visto, lo
que me ha pasado, la gente a la que he conocido, los sucesos que he
presenciado. Pero, sin duda, a la hora de escribir lo más inquietante es lo que
uno tenía sumergido en la memoria, tal vez en el inconsciente, bajo la tapa de
la quesera, y que de pronto aparece en la página en blanco como ese insecto
deslumbrado en la oscuridad de la noche que uno descubre aplastado en el
parabrisas al final del viaje”.
Tomemos nota: la vida (nacer, crecer, reproducirse y
morir, ese clásico), sueños y pasiones en medio del tiempo y el azar, escritores
de novelas y relatos que se inspiran en eso, en la vida, algunos, como
Vicent, limitándose a contar lo que han visto, lo que les ha ocurrido,
escritores, Vicent entre ellos, que logran llevar a las páginas de los libros
aquello tan inquietante que se había quedado atrapado en su memoria.
La vida, la memoria. La escritura. Manuel Vicent.
Cuyas creencias más arraigadas se basan en la ficción. Y que supo pronto que la
vida se divide “entre la realidad y la imaginación”, de tal manera que
hay que elegir entre ellas si se quiere sobrevivir.
Vicent. De quien aprendemos que leer y comer es
alimentarse, tan necesario e íntimo lo uno como lo otro. De manera que en el
“oleaje de la memoria” comienzan a flotar “los primeros cuentos”, donde “las
hazañas de los héroes eran la misma sustancia de lo que había comido”. Porque
la ficción le hacía más fuerte ya de niño, cuando la primera llama de la
literatura (mentir para defenderse, para agradar) ilumina esa conversión de
la realidad en una obra de arte que los escritores escriben y los lectores
leen.
[…]
La memoria de Manuel Vicent nos traslada desde “el
silencio desolado de la posguerra” (él, que “era hijo de vencedores de la
Guerra Civil por los cuatro costados”) y “la represión moral y política en
la que se vivía bajo la dictadura” hasta el hoy en que escribe el
libro, pasando por “aquella Valencia de los años cincuenta del siglo pasado [que]
olía a café torrefacto y a ese aliento dulzón a pozo ciego que emergía de las
alcantarillas, solo atemperado a veces por los aires frescos, vegetales, que
provenían de la huerta”; por la rebelión universitaria de la que participó
contra el franquismo (mientras pensaba “si la poesía de Walt Whitman y el
clarinete de Artie Shaw podían ser también un arma” contra él): hasta que “en
una de esas murió Franco, y la historia comenzó a ir de veras”, y la cultura se
convirtió en un cómic mientras él “era un puto equidistante, un buenista
partidario de esa equidistancia que sirve para que los edificios, incluido el
de la democracia, no se derrumben”.
[…]
El asunto es que Vicent se convirtió en escritor, para
lo que hubo de darse cuenta cuanto antes de que “ser escritor consistía en
escribir, que este era un oficio como otro cualquiera, que había que
hacerlo bien, como un albañil, como un panadero”.
Cuando escribe este libro, casi a sus noventa años,
asume que no hay “nada de nostalgia, sólo un poco de melancolía”, porque “el
tiempo huye y no hay forma de pararlo”. Que “hoy el mundo está en poder de
criminales e idiotas”. Que “la vida es el tiempo que se ha posado sobre
todos los objetos que nos rodean y también sobre nuestros sueños”.
El tiempo, ese protagonista de Una historia
particular: el que embellece unas cosas y corroe otras, también a las ideas
y a las personas.
El tiempo, que ha hecho de Vicent “un viejo que no
sabría explicar por qué una cólera larvada lo ha convertido en un sujeto lleno
de dudas”, un viejo (la palabra no la empleo yo, la usa él) que, “en medio de
su confusión política e ideológica a veces recuerda a aquel niño que iba a la
escuela con la cara bien lavada, tan limpio, tan puro, tan lejano. Y se le
saltan las lágrimas”.
Este texto pertenece a mi artículo ‘La historia particular de Manuel Vicent’, publicado el 6 de septiembre de 2024 en Letras 21, que puedes leer completo EN ESTE ENLACE.
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