El teatro de Sabbath: Philip Roth y lo que está en trance de desaparecer
La decimosexta novela del grandioso escritor estadounidense Philip Roth, publicada en 1995, se titula Sabbath's Theater y fue traducida espléndidamente a mi idioma por Jordi Fibla dos años después con el título de El teatro de Sabbath. El reconocido crítico literario (también estadounidense) Harold Bloom considera que se trata de la obra maestra por antonomasia de Roth. En aquel año 95 se le otorgó el Premio Nacional del Libro, en la categoría de ficción (un premio que Roth ya había logrado en 1960 con su primera obra, Goodbye Columbus, compuesta por cinco cuentos y una novela corta).
Para que nos hagamos una idea de lo escabroso del
libro de Roth, no hay más que leer su comienzo. Su audacia ultraerótica que lo
domina sin convertirlo, en modo alguno, en un larguísimo panfleto pornográfico
(“veinticinco años Pauline Réage, cincuenta y cinco años después de Henry
Miller, sesenta años después de D. H. Lawrence, ochenta años después de James
Joyce, doscientos años después de John Cleland, trescientos años después de
John Wilmot, segundo conde de Rochester, por no decir cuatrocientos después de
Rabelais, dos mil después de Ovidio y dos mil doscientos después de Aristófanes”):
“-Renuncia
de una vez a joder con otras o lo nuestro se termina.
Tal fue el ultimátum, el
ultimátum totalmente imprevisto e inverosímil hasta la exasperación, que la
llorosa querida de cincuenta y dos años planteó a su amante de sesenta y cuatro
en el aniversario de una relación que se había prolongado con un asombroso
desenfreno y, lo que no era menos asombroso, manteniéndose en secreto, durante
trece años”.
Estados Unidos, 1994 (cuando “el siglo se acercaba a
su final, el siglo que había invertido prácticamente el destino humano”). Micky
Sabbath (“convencido de estar acostumbrado a las ilimitadas contradicciones que
nos amortajan en vida”), a seis años de cumplir los setenta, es consciente de
que “el tiempo, ese tatuador”, le hacía señas de “que el juego estaba a punto
de terminar”.
“Ya nada permanecía
contenido en sus límites, y todo le recordaba, o bien a algo desaparecido largo
tiempo atrás, o bien a cuanto estaba en trance de desaparecer”.
Mientras leía El teatro de Sabbath, casi
treinta años después de su publicación, el disfrute lector, ese disfrute
literario inmenso de lector que lee ensimismado, paciente, alerta, me indujo a
escribir en mi muro de Facebook que “cuando lees a escritores como Philip Roth
eres plenamente consciente de que lo que hacemos la casi totalidad del resto
puede que ni siquiera sea literatura”.
“Vivían en un bungalow
estucado, a sólo dos calles del borde de América. La casa. El porche. Las
puertas de tela metálica. La nevera. La bañera. El linóleo. La escoba. La
despensa. Las hormigas. El sofá. La radio.
El garaje. La ducha al
aire libre con suelo de tablillas que Morty construyó y el desagüe que siempre
se embozaba. En verano, la salobre brisa marina y la luz deslumbrante; en
septiembre, los huracanes; en enero, las tormentas.
Tenían enero, febrero,
marzo, abril, mayo, junio, julio, agosto, septiembre, octubre, noviembre y
diciembre. Y entonces llegaba enero. Y luego enero de nuevo, era interminable
la acumulación de eneros, mayos, marzos. Agosto, diciembre, abril… nombrad
cualquier mes, y los tenían a espuertas. Poseían la infinitud. Había crecido en
la infinitud y su madre… al principio los dos eran indistinguibles. Su madre,
su madre, su madre, su madre, su madre… y luego estuvieron su madre, su padre,
la abuela, Morty y el Atlántico al final de la calle. El océano, la playa, las
dos primeras calles de América, y después la casa, y en la casa una madre que
nunca dejó de silbar hasta diciembre de 1944”.
Cuando una novela contiene, retiene, obtiene las
siguientes palabras así, una tras otra, como un milagro de cotidianidad
inasible, perpetuo en su éxtasis de aleatoria pequeñez humana, es que se está
leyendo algo muy importante, distinto, enorme, singular, eso que buscamos en
las novelas cada vez que las leemos:
“Una noche abrileña
húmeda y cálida en que la luna llena se canonizaba a sí misma por encima de los
árboles y flotaba sin esfuerzo, envuelta en una bendición luminosa, hacia el
trono de Dios”.
Quizás sí seamos cada uno a nuestra manera nuestros
propios secretos, o eso cree Sabbath (un hacedor y manipulador de títeres
décadas atrás, títeres de los que jugarán con uno como les plazca, alguien
“cuya indocilidad constituía su única autoridad y le proporcionaba su principal
diversión”), para quien “uno es tan aventurero como lo son sus secretos, tan
abominable como sus secretos, tan solitario como sus secretos, tan atrayente
como sus secretos, tan valeroso como sus secretos, tan vacuo como sus secretos,
tan perdido como sus secretos, uno es tan humano como…” Poco espacio queda para
la paz interior, dice, toda vez que “la fabricación de secretos es la industria
principal de la humanidad”. Un tipo pintoresco este Sabbath, sin duda, como
descubrirás leyendo la novela que protagoniza.
Sabbath sabe que necesitamos “una vida entera para
determinar lo que importa”, pero cuando por fin lo logramos “ya no está ahí”,
por eso lo que hemos de hacer es aprender a adaptarnos: “el único problema es
cómo hacerlo”.
La vida es fluctuación, y en medio de ésta, cada
pensamiento incluye enseguida un pensamiento contrario: no es extraño volverse
loco o morirse o decidir desparecer, “demasiados impulsos, y ésa no es siquiera
la décima parte de la historia”.
Demasiados impulsos. Esa es la vida. Eso es una
novela. Y Sabbath acaba encontrándose “con su rival: la vida”. La vida, que no
es más que una traición. La vida, sobre la que Sabbat comprende que lo único
que en ella importa es “un odio profundo”. Sabbath —que no es más que un
humano, ese “animal de larga memoria” —, que ha “renunciado a toda contención”,
que busca continuamente el peligro porque “es imposible rehuirlo, o lo buscas o
él te encontrará”.
“El
sufrimiento es el distintivo de los asuntos humanos”.
El sufrimiento y su “pureza monstruosa”.
Al fin y al cabo, el mundo no es más que un “depósito
de cadáveres”. Un depósito de cadáveres “traído por los pelos” en el que todos
actuamos “perpetuamente en un sueño”.
El mundo de los seres humanos, cuya historia “se
alteraría hasta ser irreconocible” si no fuera “por la tiranía” de los penes.
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