Tan poca vida, hice lo que pude


Intento leer Tan poca vida, cuyo título original es A little life, la segunda novela de la escritora estadounidense Hanya Yanagihara, publicada en 2015 (en mi idioma un año después), pero no soy capaz de acabarla. Ni tan siquiera de llegar a su mitad. Es voluminosa, que conste. Y me entero tras el abandono de que el prestigioso periódico británico The Guardian la incluyó entre los 100 mejores libros del siglo XXI. De lo que va del siglo XXI. En el puesto 96, antes de una de Harry Potter (de J. K. Rowling, claro) y después de las Crónicas, volumen I de Bob Dylan. (Nunca leí a Rowling, pero ese libro de Dylan me pareció magnífico. De los diez primeros de ese listado, solamente he leído uno, Austerlitz, de Sebald, y únicamente he leído alguna vez a uno de sus demás autores, autora en este caso, Chimamanda Ngozi Adichie.)

¿Por qué no he sido capaz ni de llegar a la mitad de Tan poca vida, de la que solamente escucho maravillas (a Marga le ha encantado, de hecho, comencé a leerlo por ella, mi prescriptora favorita)? No sabría cómo explicarlo. La verdad es que en las primeras páginas me estaba encandilando.

 

“Se subía en Canal y observaba cómo en cada parada el tren se llenaba y se vaciaba de una siempre cambiante mezcolanza de personas y etnias diferentes, cómo los pasajeros se reorganizaban cada diez manzanas más o menos en constelaciones provocadoras e inverosímiles de polacos, chinos, coreanos, senegaleses; senegaleses, dominicanos, indios, paquistaníes; paquistaníes, irlandeses, salvadoreños, mexicanos; mexicanos, esrilanqueses, nigerianos y tibetanos, a quienes lo único que los unía era la llegada a Estados Unidos no hacía demasiado tiempo y la idéntica expresión de agotamiento, esa mezcla de determinación y resignación que solo el inmigrante posee”.

 

Y las relaciones entre los cuatro amigos protagonistas (uno más que otros) me hacían mucho tilín. Tilín literario. Pero, claro, luego la novela se va estirando, crece sin casi moverse y me va dejando a mí atrás.

 

“La amistad era un toma y daca: de afectos, de tiempo, a veces de dinero, siempre de información […]

[…]

el único secreto que tiene la amistad es dar con personas que sean mejores que tú, no más listas ni más populares sino más buenas, más generosas y más compasivas, y valorarlas por lo que pueden enseñarte, escucharlas cuando te dicen algo sobre ti, por malo (o bueno) que sea y confiar en ellas, que es lo más difícil de todo, pero también lo mejor.”

 

Pero poco a poco el trauma lo va invadiendo todo, o quizás casi todo, o al menos mucho de las incontables páginas del libro, y leerlo se me hace cuesta arriba. Y lo detengo mientras leo otras novelas… Pero, cuando regreso a él ya no es mío. Ya no es un libro escrito para mí, definitivamente.

 

“Nueva York estaba habitada por la ambición. A menudo era lo único que todos los neoyorquinos tenían en común”.

 

Pobre Jude, en cualquier caso. Jude, el atormentado protagonista de este novelón. (Y esa foto de la cubierta, en la que pareciera que…)

Despido esta incongruente manera de decir que uno no lee un libro, seguramente muy recomendable (el libro), con la reflexión que uno de los personajes de Tan poca vida hace respecto de los hijos y los padres.

 

“Yo nunca he sido, y sé que tú tampoco, de esas personas que creen que el amor que se siente por un hijo es superior, más significativo, trascendente y grandioso que cualquier otro. No lo sentí antes de que naciera Jacob y no lo sentí después. Pero es cierto que es un amor singular, porque no se fundamenta en la atracción física, el placer o el intelecto, sino en el miedo. Nunca has experimentado miedo hasta que tienes un hijo, y tal vez eso es lo que nos induce a creer que es grandioso, porque el miedo lo es. El primer pensamiento que acude a la mente todos los días no es «Lo quiero» sino «¿Cómo se encuentra?». De la noche a la mañana el mundo se reorganiza en una carrera de terrores”.

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