Tener más cuento que Calleja; por Jose María López Ruiz
Todavía con un país viviendo en la paz relativa del inicio de 1936, en el madrileño Círculo de Bellas Artes se inauguraba con un éxito rotundo la I Exposición del Libro Infantil, que contó con la asistencia del mismísimo presidente de la República, Niceto Alcalá-Zamora. Entre los artífices de esa exposición figuraba la Editorial Calleja, que aunque admitía que se leía mucha literatura infantil consideraba que faltaban autores. En efecto: apenas media docena de escritores se dedicaban en aquellas fechas a la literatura infantil en España.
Para entonces, la Editorial Calleja contaba más de
cuatro décadas de vida desde que el patriarca, Saturnino Calleja Fernández,
iniciara la gran aventura de la difusión de todo un mundo de libros dirigidos a
los niños, ya obligados a la escolarización entre los 6 y los 9 años desde la
Ley Moyano de 1857. El primer local, la primera librería Calleja, abrió en el
año 1876, en el centro de Madrid, a unos pasos de la Puerta del Sol. Los
famosos “cuentos” aún tardaron en llegar (lo hicieron a partir de 1884), antes,
el negocio de la joven editorial eran los libros escolares, también los catecismos
y enciclopedias de “urbanidad” e higiene, entre otros.
Una vez visto el éxito de la novedad de los cuentos
infantiles, el editor se lanzó a la adaptación masiva de las historias
tradicionales, bien de origen popular o bien aquellos títulos de grandes
autores como Esopo, Iriarte, Perrault o Andersen. Con lemas como “A la infancia
por la ilustración” o “enseñar
deleitando”, Calleja firmó contratos con los mejores ilustradores y dibujantes
de cada momento (apostó por los dibujos como complemento a los textos), entre
incontables nombres de cada época: Narciso Méndez Bringa, Rafael de Penagos, Tono, Salvador Bartolozzi,
José Zamora, Federico Ribas, y hasta
excelentes caricaturistas como José Robledano.
Todo ese armazón editorial estaba al servicio de ejemplares que se vendían a cinco y diez céntimos para que llegaran a los bolsillos de los pequeños lectores (“pequeños” eran también los ejemplares: cinco centímetros de ancho por siete de alto, encerrados dentro de un coqueto estuche metálico). Más que en librerías o kioscos, los Cuentos de Calleja se vendían en tiendas y puestos de chucherías, adquiriendo al mismo tiempo los pequeños compradores la tableta de chocolate y las historias de la semana, si sacadas de los clásicos, previamente “españolizados” por don Saturnino.
En su mejor momento, en el puente entre final del siglo XIX y principio del XX, Calleja ya podía hacer balance y asegurar que sus ejemplares habían ascendido a los casi tres millones y medio de volúmenes a través de unos 875 títulos, contando con el mercado español, pero también el hispanoamericano (otro de los mandamientos del editor era “vender mucho y barato”). En aquellos días, Saturnino Calleja no solo era un editor de éxito, sino un auténtico filántropo que regalaba o entregaba sin coste lotes de material escolar destinado a las escuelas más abandonadas y pobres del país.
Aunque el patriarca había fallecido en 1915 (nació en Burgos en 1853), la empresa de Saturnino Calleja continuó su andadura adaptándose a los nuevos tiempos. Por ejemplo, tras la ya legendaria colección de Cuentos y Bibliotecas para Niños, en los años treinta puso en circulación su nueva colección Calleja-Cine: los mismos cuentos de siempre, pero ahora desplegables en forma de acordeón y encuadrados en formato fotograma, también adornados con dibujos, en esta ocasión más actuales, de Tono y otros ilustradores.
Tras el paréntesis de la Guerra Civil, Editorial
Calleja reanudó sus actividades, lejos ya de los legendarios tiempos pasados, hasta
acabar cerrando sus puertas en el año 1959. Atrás quedaba la leyenda y las
frases y sentencias adaptadas al habla popular, hasta que, al llegar al año 2001,
la última edición del Diccionario de la Real Academia Española incluía
como frase coloquial aquello de “Tener más cuento que Calleja”. Ya antes, en
1981, una edición antológica a cargo de la Editorial José J. Olañeta rescataba
viejo material de Calleja bajo el título ¡Zambomba! Más cuento que Calleja,
con notas y prólogo de la escritora Carmen Bravo Villasante.
El alma y el corazón de Editorial
Calleja, Saturnino Calleja Fernández, humilde y sensato, se rodeó de colaboradores
extraordinarios. Un ejemplo: durante un tiempo fue el director literario de la
casa Juan Ramón Jiménez (algunos de los libros de JRJ se publicaron en Calleja).
Pero, al mismo tiempo, el gusanillo de la creación le tentó a don Saturnino a
veces, de manera que de editor de textos ajenos pasó, en algún momento, a escribir
él mismo, sobre todo textos didácticos, aunque siempre desde un discreto
segundo plano.
En
realidad, Saturnino Calleja fue mucho más que “un cuentista” al servicio de los
pequeños lectores. Tocó muchas teclas, por ejemplo, bajo el seudónimo femenino de
Baronesa Staffe escribió unas insólitas Tradiciones culinarias y arte
de servir la mesa, un volumen publicado por él mismo (en su editorial) en
1907.
Y
en cuanto a lo de “Tener más cuento(s) que Calleja” quizás hubiera que
traducirlo, también, como el número apabullante de los publicados por su
editorial.
No
inventó Calleja, desde luego, el cuento como producto literario (si acaso
promocionó y difundió el cuento infantil), incluso su famosa expresión tenía ya
vida propia en dichos similares, por ejemplo, “El cuento de nunca acabar” y
otros. Como cuentos para otros lectores, ahí estaban clásicos como Las 1001
noches, El Heptamerón, El Decamerón, Los cuentos de
Canterbury o los Zadig y Cándido de Voltaire.
Aunque,
realmente, lo de “Tener más cuento que Calleja”, o más abreviado, “Más cuento
que Calleja”, no va, realmente, sólo de cantidad sino -sobre todo en este caso-
de exceso e hipérbole. Incluso se habla del quejica que se inventa o exagera
sobre algo o alguien. Sin darle más vueltas, se trata de una expresión excesiva
y a veces injusta dirigida (lanzada) contra alguien.
La
irrupción de los cuentos de Calleja (librillos impresos) acabaron sustituyendo
a los humildes cuentistas que iban por pueblos y aldeas contando sus historias
(sus cuentos) de viva voz. Pero ya en esos tiempos pretéritos el sentido de la
palabra que describe el oficio de cuentista no era valorada de forma muy
positiva, precisamente, sino todo lo contrario.
O
sea, que cuentista no era el simple contador de cuentos, sino
alguien de poco fiar. Pero no hay duda: el significado peyorativo está servido
en la frase dándole a la palabra cuento el significado familiar de chisme
o enredo, con lo que el primigenio subgénero literario desaparece.
En cualquier caso, aquella frase, todavía en (relativo) uso, da una idea de la dimensión que llegó a tener el repertorio de las publicaciones que Saturnino Calleja llevó a cabo desde su editorial memorable.
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