Muy breve historia de la plaza de la Beata María Ana de Jesús


Ellos no lo sabían, pero aquellos animales pastaban en la plaza de la Beata. Ni siquiera tenían nombre. Nadie podía llamarlos a aquellos animales prehistóricos de ninguna manera. Nadie. Y ese nadie eran gente como tú y yo, que aún no existían, o quizás ya sí, algo parecido a seres que tampoco tenían nombre. Porque nadie los llamaba ni se refería a ellos. Tampoco podían saber nada ellos, porque los animales no racionales no saben, si no, no serían animales irracionales. Aunque cada vez hay menos diferencias entre los humanos y los demás animales, si acaso el humor. Quizás el arte. Era imposible que hubiera nada con vida que pudiera ni tan siquiera imaginarse que quienes hollaban la plaza de la Beata lo que hacían era eso, hollar la plaza de la Beata María Ana de Jesús, que poco antes de la Guerra Civil española cambió de nombre. Porque la plaza de la Beata no existió hasta ese siglo XX de aquella guerra, hasta pocos años antes de que los escombros tuvieran que ser recogidos al estar ella a pocos metros del frente, del frente de Usera. En realidad, la elevación a la categoría de plaza de la Beata María Ana de Jesús no sé cuándo se produjo porque parece que al principio era más común referirse a ella como glorieta. Glorieta de la Beata María Ana de Jesús. Aún hay quien la llama así, no los animales prehistóricos, no. Y de hecho aparece ese nombre escrito en algunas informaciones y documentos actuales, lo cual le quita toda la importancia al hecho de que aquellos animales, muchos de especies extinguidas, si no todos, no supieran que pastaban en la plaza de la Beata.

Plaza de Luis de Sirval, así llamaron a la plaza de la Beata, brevemente, desde el día 13 del mes de marzo del año 1936, algo que ignorarían los animales prehistóricos que pasaban por ella para ir a beber agua al río Manzanares, que tampoco sabían que se llamaba así (porque no se llamaba de ninguna forma).


Ya escribí en otro lugar sobre la beata María Ana de Jesús que nombra a la plaza, ya la escribí a ella, que es una de las patronas de Madrid, esto:

 

Beata madrileña del siglo XVII, camino de ser santa y todavía siglos después de tu muerte incorrupta y fragrante, monja mercedaria querida por los Austrias y por aquel antiguo pueblo de Madriz inculto y fascinado por tu milagrería para pobres. Copatrona de Madrid, en tu plaza bombardeada en la Guerra Civil, recién construida, y restaurada en las puertas de la dictadura del general Franco, se te conmemora y en tu plaza nací, crecí y amo y puedo declamar que una casa no es un hogar, ni el fuego sirve siempre para ser fuego…

 


Cuando María Ana Navarro de Guevara y Romero profesó en un convento de las mercedarias pasó a ser llamada con el nombre de Mariana de Jesús. Sí, esto lo lía más, porque la plaza, la plaza es de la Beata María Ana de Jesús. Ya. Ella nació y murió en Madrid, lo uno en enero de 1565 y lo otro en abril de 1624, cuando reinaban los Austrias en lo que iba a acabar siendo España (si no lo era ya). Uno de esos Austrias, Felipe IV, fan devoto de ella. La Iglesia católica la beatificó en 1783, en unos tiempos en los que todavía era muy tenida en cuenta (devota, cuenta devota) por los madrileños (católicos, es decir casi todos), y desde 2011 la diócesis madrileña (archidiócesis, qué diantres) pretende su canonización. Es decir, que, si tal cosa se produce, que pase de ser considerada beata a ser tenida por santa, la plaza volverá a cambiar de nombre y dejará de ser de la Beata María Ana de Jesús para pasar a ser la plaza de la Santa María Ana de Jesús. ¡Virgen Santa!

¿Pero quién fue aquel Luis de Sirval que le dio nombre, si bien que brevemente, a la plaza de la Beata, antes glorieta y posible futura plaza de la Santa? Pues resulta que Luis de Sirval tampoco se llamaba así. Lo que oyes. Digo, lo que lees. Valenciano, nacido cuando lo del desastre, ya sabes, en 1898, Luis Higón y Rosell firmaba sus artículos periodísticos —sí, era periodista— en parte de la prensa izquierdista de su ciudad natal (La Voz de Valencia y El Mercantil de Valencia, hoy Levante), barcelonesa (El Diluvio y el más conservador El Noticiero Universal) y madrileña (La Libertad) como Luis de Sirval. De ideología republicano-izquierdista, también militante ugetista (ya sabes, del sindicato de los socialistas), al comienzo de la Segunda República, en abril de aquel año 1931, fundó su propia agencia de prensa, a la que acabó llamando tres años después Agencia Sirval y en la cual escribían Ramón Pérez de Ayala, Miguel de Unamuno, Ramón J. Sender, Eduardo Zamacois o Roberto Castrovido, entre otros periodistas de postín. Durante el último gobierno del llamado bienio reformista, presidido por el republicano radical Diego Martínez Barrio de octubre a diciembre de 1933, fue secretario personal del ministro de Industria y Comercio, el radical socialista Félix Gordón Ordás, quien se referiría a él como un joven “de espíritu finísimo, corazón generoso y bondad inalterable”.


En octubre de 1934 se desplazó a Asturias para cubrir la información, incluso fotográficamente, de lo que había ocurrido en la, desde el día 19, derrotada Revolución de Octubre (el nombre por el que se la conoce en España, también llamada Revolución de Asturias cuando se habla de los hechos en aquella región, o asimismo Revolución de 1934). Tras ser arrestado el día 26 en la pensión donde se hospedaba desde su llegada a Oviedo, fue acribillado al día siguiente en el pequeño patio del cuartel de los Guardias de Asalto (en el edificio del antiguo convento de Santa Clara, donde hoy, tras su derribo, se encuentra la sede de la delegación de Hacienda), donde se le había encerrado, tras sacarle de su celda tres tenientes, uno miembro de la Legión Española (la Legión, vaya) y los otros dos pertenecientes al cuerpo de Regulares, en ese momento todos fuera de servicio, el legionario búlgaro (ruso dicen otros) Dimitri Ivan Ivanoff y los regulares Rafael Florit de Togores y Ramón Pando Caballero (este último le había escuchado a Sirval en un café explicar lo que le habían contado sobre algunos desmanes de legionarios y regulares), de tal manera que algunos vecinos pudieron verlo todo pese a la altura de los muros. La represión del movimiento revolucionario estaba siendo feroz. 


Luis de Sirval había enviado ya a El Mercantil de Valencia dos de sus crónicas, la primera se publicará el día 28, cuando aún se desconocía en Valencia que había sido asesinado, pero la tercera (donde usaba entre otras fuentes el testimonio de tres legionarios, de hecho, cuando acabaron con su vida sus asesinos quisieron antes sonsacarle quiénes eran los traidores que les delataron) le fue incautada cuando le detuvieron y nunca vio la luz. Ivanoff le disparó al saber que en ese tercer reportaje le señalaba como principal responsable del fusilamiento, el día 13 de aquel mes de octubre, de la militante comunista de 18 años de edad Aida de la Fuente. En realidad, Aida podría haber muerto combatiendo contra las tropas legionarias dirigidas por el teniente coronel Juan Yagüe. Aunque la idea de que fue fusilada cobró tanta fuerza que aún hoy es admitida por algunos. De hecho, ni siquiera fue al parecer Ivanoff el único que le disparó a Sirval, sino que también lo hizo el teniente Florit, si bien el legionario procesado acabó ofreciéndose para declararse autor de los tiros, según consta en el interrogatorio al que sometió al teniente búlgaro o ruso en el juicio Eduardo Ortega y Gasset, en nombre de la acusación privada. Político de la Izquierda Radical Socialista, diputado y abogado, Eduardo Ortega y Gasset, el hermano mayor del filósofo José Ortega y Gasset, fue uno de los que dirigían el equipo legal que defendió a los encausados por los hechos revolucionarios de aquel octubre del año 34.


El asesinato de quien daría dos años después nombre a la plaza donde hace 350.000 pastaban mamuts sin saber que pastaban en la plaza de la Beata (ni en la de Luis Sirval), y cuyo cadáver nunca pudo ser recuperado por su familia, tuvo una enorme repercusión, acrecentada cuando se supo la condena que recayó en su asesino, Ivanoff, condenado por homicidio por imprudencia temeraria el 7 de agosto de 1935 a seis meses y un día de prisión menor (pena que se dio por cumplida) y a pagar 15.000 pesetas a la familia de Sirval (cosa que no hizo). Los otros dos oficiales ni siquiera fueron imputados, si bien se les llamó como testigos. Fue, sin lugar a dudas, una farsa el juicio que llevó a cabo el Tribunal de Urgencia de Oviedo, que estimó que al teniente legionario se le había disparado accidentalmente la pistola siete veces, una de ellas acertando en la sien del periodista. A las multitudinarias muestras de repulsa en varios lugares, sobre todo en su Valencia natal, se unió la carta que al día siguiente de la sentencia firmaron personalidades de la talla moral y pública de Juan Ramón Jiménez, José Bergamín, Azorín, Miguel de Unamuno, Corpus Barga, José F. Montesinos, Antonio Machado y Julián Besteiro, pidiendo al Tribunal Supremo que se repitiera el procesamiento. La carta fue publicada el día 11 de aquel mes de agosto del año 35 en Diario de Córdoba, dos días después en el diario Ahora y el día 14 en El Diluvio, entre otros medios. Cuando un mes más tarde el Tribunal Supremo ratificaba la sentencia, Unamuno, Machado, Juan Ramón Jiménez y Azorín firmaron un manifiesto en su contra.

De alguna manera había nacido un mito, especialmente entre los periodistas concienciados más jóvenes de aquella España hacia el abismo. Un pequeño mito que tras el triunfo electoral del Frente Popular en febrero de 1936 se convirtió de alguna manera en uno de los héroes de la República: el nombre de Luis de Sirval fue empleado, como en el caso de la plaza de la Beata, para cambiarle el nombre a varias calles y plazas del callejero español en Valencia, en Córdoba, en Zaragoza, en la asturiana Avilés, en la zamorana Benavente, en la gaditana Sanlúcar de Barrameda, en las alicantinas San Juan de Alicante e Ibi, en el entonces municipio madrileño de Vallecas, en la toledana Mora, la ciudadrealeña Manzanares, la albaceteña La Roda, la murciana Cartagena... Hasta que el franquismo se ocupara de restablecer los nombres anteriores. El de la Beata, por ejemplo, ese nombre que no podían conocer los animales del Pleistoceno que pastaban por allí antes y después de acercarse, o no, al río. Y, como aquellos animales pleistocénicos, a aquel periodista asesinado casi nadie le tiene en su recuerdo si no es porque aún existimos personas que preferimos utilizar las herramientas de los historiadores para explicar lo que en el pasado tuvo lugar y dejar así en la memoria de la sociedad civil lo que conviene recordar, pero sobre todo saber.


Entre aquellas bestias (no hablo de los asesinos de Sirval, que también) de hace unos 350.000 años, año arriba, año abajo, se encontraba algún palaeoloxodon antiquus, de la familia de los elefántidos (de los elefantes, qué demonios), con sus más de cuatro metros de alto, sus once, pongamos quince, toneladas de peso. Animales que vivían en las terrazas del Manzanares sin saber que el río tenía ese nombre, porque ni ellos podían saberlo ni el río tenía nombre alguno ni nadie que pudiera dárselo. O sí, porque ya había por allí merodeando cazadores-recolectores, tan antiguos, prehistóricos, paleolíticos ellos, homo heidelbergensis o quizás neandertales, que podían llamar a los ríos de alguna manera que no nos ha podido llegar por una sencilla razón: no sabían escribir o si lo hacían, que no parece, no dejaron vestigio alguno que hayamos sido capaces de descifrar. Si acaso lo que hacían, los heidelbergenses, era carroñear aquel elefante prehistórico. No lo cazaban. En la plaza de la Beata a esos bichos enormes no se les cazaba. Queda dicho.


Además de palaeoloxodones, hacían de las suyas en la plaza de la Beata durante aquello que no sabía nadie que era el Pleistoceno rinocerontes lanudos, ciervos gigantes como los megaloceros matritensis (ojo, no eran madrileños, no podían serlo, pero de alguna manera hubo que llamarlos cuando hace décadas se descubrieron sus restos), también ciervos comunes, como los de ahora, mamuts lanudos, leones de las cavernas, caballos y asnos salvajes. ¡Qué chiquillos!

La plaza de la Beata María Ana de Jesús, que fue glorieta y también plaza de Luis de Sirval, hoy tiene una fauna distinguida y distinguible: cotorras. Para morirse. Con lo que hemos sido.

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