Negros (y gitanos y indios); por David Pablo Montesinos Martínez


La tarde en que Vinicius denunció insultos racistas durante un partido en Mestalla no fue la primera. Antes lo había hecho Samuel Etoo; más recientemente Diakhaby o Iñaki Williams. Desde lo de Vinicius, contando con la caja de resonancia de la prensa madrileña, el tema parece haber estallado, hasta el punto de que en las últimas semanas los casos se han hecho insistentes. Quique Flores, por ejemplo, fue objeto de insultos en Getafe por su sangre gitana, de la que por cierto dijo tras el partido –y yo le aplaudo por ello- sentirse absolutamente orgulloso. En las últimas horas, gracias al portero del Rayo Majadahonda, Cheikh Sarr, muchos se han enterado de que en los campos modestos se dan sistemáticamente delitos de odio que resultan impunes.

Es ingenuo creer que tenemos más racismo. En todo caso vemos más personas de piel oscura. Pero eso, que ahora ocurre por doquier por el fenómeno de la inmigración masiva, ya lo teníamos en el fútbol hace medio siglo, cuando a Salif Keita se le llamaba negro y al Lobo Diarte indio.

Verán. Hace años jugaba en el Valencia un noruego de origen africano llamado Carew. En un partido en San Mamés no paró de recibir agresiones racistas desde la grada, incluyendo los célebres gritos que imitan a los simios. Estaba nervioso y vio una tarjeta por protestar. Marcó lo que hubiera sido el gol de la victoria y se dirigió al público con la mano en la oreja, como indicando aquello de “gritadme ahora”. El miserable que dirigía el encuentro le sacó la segunda tarjeta y lo expulsó. No recuerdo que fuera de Valencia se pidieran sanciones ni se exhibieran los actuales ríos de indignación.

Se me ocurre que acaso la política consista en esto: dar voz a los que no la tienen, convertir en intolerable y escandaloso lo que antes se aceptaba con “naturalidad”. No hay más racismo, como no hay más machismo, lo que sí hay es una mayor conciencia, para empezar en las víctimas, de que conculcar derechos básicos es punible. Del “¿quién se cree este negro que es para parar un partido del fútbol o increpar a la grada?” hemos pasado a exigir que los racistas sean perseguidos. No es poca cosa, creo.

Dijo la semana pasada Quique Sánchez Flores que a los estadios acude gente que cree que puede decir o gritar lo que le dé la gana. Tiene toda la razón, eso lo vengo advirtiendo desde crío. Pero nos quedamos con la crema del café si concluimos en que este es un problema de violencia en los estadios de fútbol. Ciertamente, los estadios han sido tradicionalmente escenario para el desfogue y la sobreexcitación del populacho. Pero creo que este asunto va más allá.

Inmigración masiva la hay en la Europa más avanzada desde hace mucho. En España empezó en las postrimerías del siglo XX, aunque de una forma localizada y controlada, con un evidente paso atrás provocado por la Gran Recesión, que inclinó a muchos de aquellos ecuatorianos o bolivianos a regresar a casa o a buscar suerte en otros países desarrollados. El acelerón de los dos o tres últimos años ha sido enorme. Se advierte en las calles y yo lo noto particularmente en las aulas. Lo reflejen o no suficientemente las estadísticas, vivimos un momento de especial intensidad migratoria. Lo singular es que ahora ya no viene gente de tal o cual país, vienen de toda Hispanoamérica, con una llamativa afluencia de colombianos, venezolanos, hondureños, nicaragüenses o argentinos… Todo eso sin olvidar otras nacionalidades americanas más los pakistaníes, eslavos, marroquíes, argelinos, guineanos…

No se engañen, la ultraderecha no se ha hecho con un área parlamentaria considerable solo por el Procés, aunque sin duda este ha sido determinante… Lo que verdaderamente inquieta a muchos españoles es la multitudinaria arribada de extranjeros.

Vamos en todo el mundo, no solo en España, hacia sociedades étnica y culturalmente heterogéneas. Cada ciudad se está convirtiendo en una representación a pequeña escala de la globalización. Vienen jubilados ingleses a comprar casas en la costa, claro, pero lo que sobre todo vienen es personas del sur del mundo que buscan oportunidades de trabajo, derecho y bienestar, por no hablar de los muchos que huyen de las mafias, las guerras, el desastre climático, el machismo asesino o las persecuciones por motivos de religión, sexualidad o ideología. Este fenómeno crea problemas y creo firmemente en un plan ordenado de inmigración; lo contrario me parece una irresponsabilidad y, en algunos casos, una trampa interesada de quienes desean enriquecerse a costa de la mano de obra más barata que se encuentre. En cualquier caso, tengo perfectamente claro que la singularidad del momento histórico convierte la llegada masiva de extranjeros en algo imprescindible, y que son más las consecuencias positivas –para los que vienen y para los que ya estábamos– que los problemas.

Son muchos los bulos y las interpretaciones arteras sobre la gestión de la inmigración que han servido por ejemplo para que la ultraderecha embauque a muchos infelices, empezando por quienes necesitan algún chivo expiatorio –y qué mejor que un “moro” o un “panchito”– para explicar su fracaso en la vida. Dijo el gran filósofo francés Jacques Rancière que “ el antiguo proletario se ha dividido en dos: el inmigrante y el nuevo racista”.

No soy ingenuo, la inmigración genera competencia y a veces es un argumento a favor del empresario que quiere precarizar el trabajo, lo cual incluye a los ultras que emplean –sin contrato, of course– a mujeres latinas para cuidar a sus ancianos o limpiar sus casas. Consignas tan tramposas como “los españoles primero” o “la pensión de tu madre va para un mena” sirven a algunos desaprensivos para ganar votos, pero la lógica que les asiste es la misma que hace setenta años provocó el Holocausto y en estos días se cobra miles de vidas inocentes en Gaza.

El racismo es una de las formas más puras del mal que ha inventado este mono raro que es el Homo sapiens. Conviene encontrar razones para entender por qué es tan peligroso y cómo combatirlo.

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