La ciega ley del corazón escrita por Francisco Brines
“Como el fuego, tendemos al reposo de lo que está quemado”, lo leo escrito en el humo, como leo ahí, en ese poema de Brines, que nosotros tenemos, al igual que las estrellas, “la inquietud misteriosa de las cosas que mueren”.
Esa poesía (‘Escrito en el humo’) pertenece al poemario que el poeta
español Francisco Brines publicara en 1966 bajo el título de Palabras
a la oscuridad (era el tercero de sus libros de versos), y que yo conozco
porque forma parte de la espléndida Antología poética que, en
2018, tres años antes de su fallecimiento, el también poeta, además de crítico
literario, Ángel Rupérez, preparara para Alianza editorial, y que yo
sigo leyendo fascinado. Palabras a la oscuridad obtuvo, viene al caso,
en 1967, el prestigiado y prestigioso Premio de la Crítica de poesía castellana.
Como el propio Brines, académico de la Real Academia Española desde 1999,
mereció y logró en 2020 el Premio Cervantes, o en 1997 el Nacional de
las Letras Españolas.
Francisco Brines, digo.
Voy a ceñirme a escribir sobre los tres primeros libros de poemas que la
mencionada antología glosa y presenta límpidamente, con el rigor estrecho del
horizonte que encienden los versos buenos: Las brasas, aparecido
en 1960; Materia narrativa inexacta, cinco años posterior (del
que Rupérez solamente recoge un único poema, sobre el que nada escribo), y el
ya consignado Palabras a la oscuridad.
De este poemario (Poemas a la oscuridad), precisamente, es el poema
que hasta ahora me ha parecido más bello, más literariamente poderoso por
humano, de cuantos tengo ya leídos de Brines. Se titula ‘La vieja ley’,
está dedicado a Lines Hierro y dice así:
“Ama la tierra el hombre
con gran fuerza,
por una ciega ley del corazón.
Todos los hombres saben
que un día han de llorar
de amor por ella.
La ley del corazón es la ley mía,
y en esa tarde sola
miro la luz caer
en los pozos sombríos de los huertos.
Su último vuelo las palomas ruedan
antes de cobijarse, vienen
de descansar sobre los pinos,
de ver el mar,
y retienen sus alas el rumor
del más hermoso mar creado.
Miro los secos montes, son de plata;
por ellos van los sueños
de mi niñez, errantes
y abatidos.
Queda solo el amor,
el de penumbra de los padres
y aquellos más oscuros que trajimos
de países lejanos.
Trepa el muro el jazmín,
huele la casa a flor, y los caminos
ebrios están de rosas.
El tiempo, en sombra, es insondable.
Y el ciprés un alto arbusto
de llamas, astros y jazmines”.
Rupérez considera que Brines es uno de los mejores poetas españoles de la segunda mitad del siglo pasado. Y dice de su poesía que “es una lucha sin cuartel entre el amor y la muerte”, entre la afirmación de la vida y su negación. También un combate entre la infancia y la experiencia vital. La infancia, ese “territorio sagrado e incólume”, en palabras del propio premio Cervantes. Leamos a Ángel Rupérez en el prólogo a esta antología, antes de quedarnos a solas con Francisco Brines:
“La emoción por encima de todo, muy por encima de los primores del lenguaje,
que siempre se supeditan a aquella, en parte porque son la consecuencia de
aquella; la naturaleza como marco referencial de vital importancia para generar
una determinada dimensión moral del hombre; la infancia como centro de
experiencia de incalculable elevación que actúan como parapeto y contrafuerte
contra las negras decepciones de la vida adulta”.
[…]
El tiempo en la poesía de Francisco Brines (ciño
versos de dos poemas suyos así): “quien reina así en el mundo no es la noche,
es el tiempo: el tiempo, ese fuego”.
Hablando del inexorable tiempo…: ¡qué poema
maravilloso es ‘Oscureciendo el bosque’, ¿verdad?¡, donde el poeta nos
enmudece con versos como estos:
“Toda
esta hermosa tarde de poca luz,
caída
sobre los grises bosques de Inglaterra,
es
tiempo.
Tiempo
que está muriendo
dentro
de mis tranquilos ojos,
mezclándose
en el tiempo que se extingue.
[…]
Mirad
con cuánto gozo os digo
que
es hermoso vivir”.
La muerte.
“Sentado
aquí, repito
la
vida de otros muertos”.
[…]
Por el poema ‘Un rastro de felicidad’ sabemos
cómo es eso de tener muerte sólo y, venciéndole, tener la vida. Y en ‘Con
frío’ aprendo por versos a arrojar “la turbiedad del alma contra el mundo”
y, antes de dormir, esperar “a que llegara la voz en una condena”.
Fuego, quemar… Humo, el humo. Insiste Brines (las
cosas que mueren): “como el fuego, tendemos al reposo de lo que está
quemado”, lo leo (así comenzaba este texto) en su ‘Escrito en el humo’…
“Y
un aire llega que deshace el humo”.
Me despido con otra de mis osadías, mi propio poema…
A FRANCISCO BRINES
Sentados frente al cauce amable
ella y yo
recuperamos el tiempo omitido
mientras la tarde pierde la vida
y su final es una sonrisa
en nuestros corazones hambrientos.
Hay un vuelo silencioso
de seres vivos luchando contra
la luz solar en su estancia de oro:
durante esos pequeños minutos
los dos nos sabemos irrevocables
porque la pradera lo dice.
Si yo cerrara los ojos
algunos versos de Brines
—el tiempo, ese fuego—
se burlarían de la muerte.
“Y
el retenido fuego de su cuerpo era quemada luz”.
Este texto
pertenece a mi artículo ‘Francisco Brines, las brasas y aquellas palabras a
la oscuridad’, publicado el 27 de octubre de 2021 en Aquí Madrid,
que puedes leer completo EN ESTE ENLACE.
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