Aquel descomunal incendio: la violencia en la retaguardia durante la Guerra Civil
Retaguardia roja. Violencia y revolución en la Guerra Civil española, de Fernando del Rey Reguillo, editado en 2019, ha conseguido este año el Premio Nacional de Historia. Su autor es un historiador de los que intentan “escribir sobre un tema tan puñetero no tratando de juzgar, sino de comprender”. No de los que escriben para una audiencia atrapada en el trauma o en la estulticia. Un libro del que he leído detenidamente su epílogo y sus conclusiones, porque he de comenzar por aclarar que, pese a su título generalista, lo que estudia en profundidad es lo acaecido en aquello años violentos en la provincia de Ciudad Real.
Las dos citas con que Del Rey abre su libro son suficientemente
significativas, muy en la línea de cuanto expuse yo mismo en mi reciente La
Historia: el relato del pasado.
“Un
historiador no es abogado de una causa. Su única obligación es conocer el
pasado con el máximo rigor posible y explicarlo en los términos más racionales
posibles. Intentemos entender todos los problemas, todas las situaciones y
todos los personajes, en su complejidad. No ocultemos los aspectos negativos de
aquellos que nos parecen menos culpables. Y, por supuesto, nunca orientemos
nuestra recogida de datos en favor de una tesis que de antemano hemos decidido
defender".
José Álvarez Junco
“El oficio
de historiador exige no detener nunca la formulación de preguntas en el límite
de lo que puede ser bien recibido por un determinado grupo o servir a una
determinada causa, como suele ocurrir cuando es la memoria la que representa el
pasado”.
Santos Juliá
[...]
Europa, años 30 del siglo pasado: malos tiempos para la democracia
liberal. En ese contexto tiene lugar el golpe fallido de julio del 36 en España
y las consiguientes guerra y revolución. Aquellas circunstancias enmarcan las
matanzas de la retaguardia republicana, una política de limpieza que
respondía al avance territorial de quienes habían desafiado la legalidad por
medio de una insurrección militar. De no haberse dado la derrota parcial de
aquel golpe militar nunca se habría dado semejante baño de gente en los frentes
y en la retaguardia.
“El
golpe fue el acontecimiento decisivo, el hecho que puso todos los relojes a
cero”.
A la violencia golpista se respondió con la violencia de quienes se
decidieron a defenderse contra el avance de los ultras. El golpe y la guerra
consecuente “fueron los factores determinantes de aquella explosión sangrienta
a ambos lados de la línea del frente”.
La política represiva en la retaguardia estudiada en el libro (la de la Ciudad Real resistente al golpe y al avance franquista, pero de alguna manera la de todos los territorios en tesituras similares) tuvo diferentes fases:
“En primer
lugar, la fase de la violencia caliente, que
coincidió grosso modo con las dos primeras semanas de la guerra. A partir de
agosto y hasta principios de 1937, se impuso otra lógica, la de una
violencia fría, coordinada y orquestada por los distintos centros de decisión
(comités locales, redes punitivas comarcales, comités de la capital
provincial…). Como en toda la España republicana, el grueso de las matanzas se
registró en los meses de julio, agosto y septiembre de 1936, decayendo a partir
de entonces, aunque en noviembre todavía se manifestó un repunte temporal
importante. Desde entonces, el impulso de la violencia se fue apagando al
tiempo que se enfriaba la pasión revolucionaria general y se materializaba la
reconstrucción del Estado republicano en un sentido más centralizador. La
violencia de retaguardia no desapareció por completo, aunque tendió a
concentrarse en la trastienda inmediata de los frentes, afectando sobre todo a
soldados derechistas denunciados por sus propios paisanos o castigados por
intentar pasarse a las filas del Ejército rebelde”.
No obstante lo dicho, “la violencia desplegada en aquellos meses
decisivos no puede explicarse sólo en virtud de la reacción al golpe de Estado
y al desarrollo de la guerra”. Otros factores que pesaron de forma decisiva
fueron “los presupuestos ideológicos y culturales forjados desde
antiguo, así como los mitos movilizadores –el antifascismo y la revolución, en
particular– ligados a la política internacional del momento”. Es decir
que aquella violencia revolucionaria estuvo también apuntalada por “el carácter
excluyente y radical consustancial a la cultura política de sectores amplios de
las izquierdas de entonces”. Dichos sectores tuvieron un compromiso “meramente
instrumental” con la República parlamentaria, una forma de gobierno que no
estaban dispuestos a hacer pervivir.
“El mito
del enemigo interior que había que borrar del mapa, de acuerdo con el cual las
fuerzas conservadoras tenían que ser apartadas del ruedo político para los
restos, constituía un elemento central del discurso político antifascista desde
bastante antes de julio de 1936”.
Ni el azar ni la improvisación fueron las características primordiales de
la violencia roja.
“En
la violencia revolucionaria hubo escasa espontaneidad, muy poco descontrol y sí
mucho cálculo racional y premeditación”.
¿De dónde salieron los inspiradores y matarifes de la retaguardia
republicana? Del Rey comienza por decir que no eran siempre ni incontrolados ni
delincuentes comunes. De hecho no lo fueron casi nunca. Aquellos responsables
salieron de “entre las fuerzas encuadradas en los partidos, sindicatos
y organizaciones juveniles ya existentes, que se habían hecho con el poder
local a partir de febrero de 1936. Tras el golpe de Estado estas fuerzas se
reorganizaron en los llamados comités de Defensa y en las milicias,
protagonistas ambos del proceso revolucionario”.
Fue el desmoronamiento parcial del Estado republicano producido por el
golpe militar el que “facilitó la constitución de los poderes revolucionarios”,
nacidos ellos y su violencia del fracaso del golpe que devino en una guerra
civil. Pero cuando el Estado republicano superó aquellos meses de impotencia
con la creación del Gobierno de Francisco Largo
Caballero a comienzos de septiembre del año 39 y ejerció
su liderazgo “y el ascendiente” sobre las organizaciones obreras, lo que se
produjo fue una cierta “pasividad”, un “mirar para
otro lado”.
Por supuesto, con el final de la guerra no se puso fin a la violencia:
“Al
contrario, el Nuevo Estado se edificó sobre la
misma política sangrienta y depuradora que los sublevados venían aplicando de
forma implacable desde el primer día de la guerra”.
La justicia franquista decía de sí misma que era “una
política de justa restitución y venganza por las víctimas causadas
por la revolución, como si los iniciadores de la guerra nada hubieran tenido que ver de
forma indirecta con el desencadenamiento de ese proceso traumático”.
¿Quiénes fueron los causantes de todo “aquel descomunal
incendio”? Del Rey finaliza su libro señalándolos:
“Fueron
los que los que se levantaron contra la legalidad establecida. Los
artífices de la dictadura militar que emergió tras la guerra se emplearon a
fondo durante cuatro décadas para difuminar y blanquear sus enormes
responsabilidades en aquel estallido sangriento. Varias generaciones de
ciudadanos españoles fueron educadas bajo la interpretación sesgada y maniquea
que el nuevo régimen forjó sobre sus propios orígenes”.
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