Un sábado en la vida de la obra de Ian McEwan

He vuelto a leer a Ian McEwan. Sábado es un portento artístico que además es un análisis estéticamente magnífico de las sociedades occidentales actuales, mecidas por el peligro de quienes quieren acabar con ellas y por sus propias contradicciones internas de opulentos llorones.

“En el Estado islámico ideal, sometido a una estricta sharía, habrá sitio para cirujanos. A los guitarristas de blues les buscarán otro empleo. Pero quizás nadie esté exigiendo un Estado así. No están exigiendo nada. Sólo se detecta el odio, la pureza del nihilismo.”

Sábado es la narración de un día en la vida de un neurocirujano inglés que se ve impelido continuamente a la decisión de tomar decisiones mientras la vida se le atraviesa constantemente para zarandear todo su sistema emocional, toda su cosmovisión de ser humano enamorado de los suyos y de su actividad profesional (a la que no obstante entiende como “una brillante obra de fontanería”).

        “Qué golpe de suerte que la mujer que ama sea su mujer.”

Mientras desempeña su profesión, en un quirófano, siente que se desvanece “la conciencia de su propia existencia”, que es “transportado a un presente puro, libre del peso del pasado y de cualquier preocupación por el futuro […], como una felicidad profunda”, siente algo que “es un poco como el sexo, donde se siente como en otro medio, pero es obviamente menos placentero y a todas luces nada sensual, […] se siente sereno, espacioso, plenamente cualificado para vivir.”

En su enamoramiento duradero, el protagonista de la novena novela de McEwan (anterior a la breve y dolorosamente hermosa Chesil Beach y la larga y brillante Expiación) es un amante fiel carente de virtud o terquedad en su amor por su esposa, “porque no ejerce una elección auténtica”, ya que él lo que necesita es la existencia permanente de la posesión, la pertenencia y la repetición. Se enamoró de ella cuando “su ambición cobró la fuerza de un deseo profundo”:

“Se estaba enamorando de una forma de vida. También, por supuesto, se estaba enamorando. Las dos cosas eran inseparables”.

Hay sexo en Sábado y reflexiones sobre él y el amor, sobre el sexo como forma de amar (“toda esta carne amada y vulnerable”):

“El sexo es una atmósfera distinta, que refracta el tiempo y el sentido, un hiperespacio biológico tan lejano de la existencia consciente como los sueños, o como el agua lo está del aire.”

Sábado, publicada en 2005, transcurre durante el día de la gran manifestación londinense de dos años antes contra la invasión aliada de Irak (el sábado 15 de febrero de 2003). Un mundo que sabemos repleto de “columnas de opinión sobre certezas infundadas”. El protagonista charla con varios personajes de la novela sobre lo que supone aquella jornada que vivimos con él. Su hijo Theo (para quien Steve Earle es “el Bruce Springsteen del hombre inteligente”, sic y resic) le dice al respecto de su opinión sobre la guerra inminente:

“Cuando pensamos en las cosas grandes, la situación política, el calentamiento de la tierra, la pobreza en el mundo, todo parece horrible, nada mejora, no hay nada que esperar. Pero si pienso en lo pequeño, en algo más cercano…, por ejemplo, una chica que he conocido o la canción que vamos a componer con Chas, o en surfear por la nieve el mes próximo, entonces es estupendo. Así que voy a adoptar este lema: piensa pequeño.”

Su hija Daisy le arrincona discutiendo sobre la necesidad de pararle los pies a los crueles invasores, pero el protagonista de Sábado se encoge de hombros y le dice:

Nadie racional desea la guerra. Pero dentro de cinco años quizás no la lamentemos. Me encantaría ver el fin de Sadam. Tienes razón, podría ser un desastre. Pero también podría ser el fin de un desastre y el comienzo de algo mejor. Todo depende de los resultados y nadie sabe cuáles serán. Por eso no salgo a desfilar por las calles.”

La guerra “podría ser el mal menor, lo sabremos dentro de cinco años”. Lo supimos pasados cinco años, supimos si lo fue.

“Y qué lujo esto de arreglar el mundo en la cocina de casa, las iniciativas geopolíticas y la estrategia militar, y no tener que dar explicaciones a los votantes ni a periódicos ni a amigos ni a la historia. Cuando no hay consecuencias, equivocarse no es más que una diversión interesante.”

McEwan, lo digo ya, creo que ya lo había escrito antes en alguna parte, es el único literato que consigue quitarme las ganas de escribir narraciones. Por una razón: ni una sola línea mía pareciera que tuviera la más mínima calidad literaria ni la necesidad de ser leída por nadie después de haberle leído a él. A las pruebas me remito:

“Desde donde está, tan inmune al frío como una estatua de mármol, Henry mira hacia Charlotte Street, hacia una mezcolanza de fachadas, andamios y tejados, y piensa que la ciudad es un éxito, una invención brillante, una obra maestra biológica: alrededor de los logros seculares acumulados en capas como en torno a un arrecife de coral, una población ingente duerme, trabaja, se distrae, armoniosa en su mayor parte, y casi toda desea que la ciudad funcione.”


Y eso que el protagonista de Sábado es incapaz de entender lo que es el genio literario, él que es padre de una escritora: “hasta duda a medias de que exista”. Yo no. McEwan es una de sus más majestuosas pruebas. No obstante, por aclarar el asunto, al protagonista de su novena novela no le interesa “que le reinventen el mundo”, es de los que quieren que se lo expliquen. “Él es la prueba viviente” de que no es cierto eso de que la gente no puede vivir sin relatos. Un protagonista que es un adorador impenitente de la idea de progreso:

“Recuerda unas líneas de Medawar, un hombre al que admira: ‘Ridiculizar las esperanzas de progreso es la fatuidad suprema, la última palabra de la pobreza de espíritu y mezquindad mental’.”

Sábado es quizás, por sobre todas las cosas que es, una reflexión sobre el alcance y la esencia de la poesía. Sí, no en vano dos de sus personajes son poetas y su protagonista reflexiona a menudo sobre algo que, y no adelanto ni espoileo nada, acabará por ser vital, en el pleno sentido de la palabra, en la novela de McEwan:

“Las novelas y películas, que son nerviosamente modernas, te impulsan hacia delante o hacia atrás en el tiempo, a través de días, años o incluso generaciones. Para sus hallazgos y sus juicios, sin embargo, la poesía se equilibra sobre la pequeña molestia del momento. Ralentizar, detenerte por completo para leer y comprender un poema es como intentar aprender una destreza anticuada, tal como hacer un muro de mampostería sin mortero o pescar truchas.”

Tal vez sea cierto que amar la poesía consista en saber disculpar su esencia, “la falsedad del arte”.

Es más fácil analizar la desdicha, sin duda, para los profesores academicistas, los humanistas, menos que los científicos, a decir del protagonista de la novela, un científico práctico, “la felicidad es un hueso más duro de roer”. ¿Se encuentra la felicidad únicamente enterrada en esa amalgama que constituye nuestros cerebros vivos? Ni siquiera Dios resulta de gran ayuda, él que nos envió a su propio hijo, “lo que menos falta nos hacía” a nosotros, que habitamos “una roca giratoria ya plagada de huérfanos”.

El protagonista de Sábado asiste incrédulo a las crecientes complicaciones de la condición moderna, al “círculo que se agranda de la piedad moral”:

“No sólo los pueblos lejanos son nuestros hermanos, sino también los zorros y los ratones de laboratorio y ahora los peces.”

Sábado es música también, la de sus personajes, la música que podemos escuchar mientras leemos esta novela que es un poco un blues:

“Le gusta mucho el blues; de hecho, fue él quien le mostró a Theo, a los nueve años, cómo sonaba. Después, el abuelo se hizo cargo. Pero ¿producen una satisfacción vitalicia doce compases de tres acordes obvios? Tal vez sea uno de esos casos en que un microcosmos te da el mundo entero. […] Cuando el intérprete y el oyente conocen tan bien el recorrido, el placer reside en la desviación, en el giro inesperado contra la corriente. Ver el mundo en un grano de arena. Perowne trata de convencerse de que es lo mismo que tratar un aneurisma: una absorbente variación de un tema invariable.
[…]
La música reaviva un anhelo inexpresado o una frustración, una sensación de haberse denegado una vía abierta, la vida del corazón celebrada en las canciones.”

Además, y por si fuera poco, Sábado contiene en sí misma el más breve libro de Historia que cupiera imaginarse. El paso de la vida humana por este planeta:


“Un plazo de tiempo inimaginable, innumerables generaciones extrayendo de la materia inerte, mediante pasos infinitesimales, una belleza viva y compleja, impulsada por las furias ciegas de la mutación aleatoria, la selección natural y el cambio medioambiental, con la tragedia de las formas que mueren continuamente y, desde hace poco, el prodigio del nacimiento de las mentes y con ellas la moralidad, el amor, el arte, las ciudades… y, como corolario sin precedentes de esta historia, el que sea demostrablemente cierta.”

El conservador protagonista de Sábado reconoce, gracias, eso sí, a sus conocimientos neurológicos, que existe un ineludible grado de justicia social necesario para paliar el infortunio de muchos enfermos, el “ejército de débiles que frecuentan las plazas públicas”, incapaces de ganarse su propio sustento debido a una enfermedad neurológica grave, que nos obliga a reconocer la mala suerte cuando existe, a ocuparnos de estas personas para “minimizar sus desdichas”.

Sábado es sencillamente adorable. Y encima está de alguna manera protagonizada por la segunda ciudad que más amo, Londres:

“Londres, la pequeña porción de Londres que le corresponde, se extiende plenamente abierta, imposible de defender, aguardando su bomba, como otras cien ciudades.

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