Uno lee libros por diversas razones, para asombrarse es una de ellas. Lo que siguen son asombros provocados por algunos de los libros que leo.
El
cómo y el qué
El melancólico olor a champú de los que se bañan a la tarde. Llega desde el patio el melancólico olor a champú de los que se bañan a la tarde.
Uno lee algo así en un libro —sobre
la vida de una guerrillera que fue secuestrada y encerrada (también violada) en
un centro concentracionario clandestino bonaerense, donde dio a luz a la hija
que llevaba en potencia consigo cuando la detuvieron, y sobrevivió al terror
que se desarrollaba allí, aunque al ser liberada muchos la trataron de traidora—
y piensa mientras lo lee (lo del melancólico olor a champú) que menos mal que quienes escribimos eso que llamamos
literatura pensamos cuando lo hacemos más
en el cómo que en el qué, sin perder de vista que sin el qué no puede haber cómo ni literatura.
El libro donde uno lee eso de que llega desde el patio el melancólico olor a
champú de los que se bañan a la tarde se titula La llamada (2023) y es
una espléndida demostración a cargo de la argentina Leila Guerriero de lo que acabo de escribir sobre lo que pensamos
principalmente cuando escribimos eso que llamamos literatura.
En La llamada, pocas páginas después de lo del melancólico olor, acabada la entrevista a la misma persona con la
que hablaba cuando aquello, leo a Guerriero otra sutileza casi perturbadora.
Dice así:
“La
calle flota en un atardecer piadoso. Todo está lleno de luz y de tiempo”.
Bien podrían ser dos de los versos de
un poema, de un buen poema:
La
calle flota en un atardecer piadoso.
Todo está lleno de
luz y de tiempo.
Bien podrían ser por sí solo un
poema, un excelente poema.
Comprender
Jeffrey Eugenides, en su obra
maestra del arte literario Middlesex, aquella novela de 2002
traducida tres años después espléndidamente a mi idioma por Benito Gómez Ibáñez,
escribía estas dos preguntas:
“¿Qué razón hay para estudiar
Historia? ¿Comprender el presente o evitarlo?”
Por su parte, en su libro
de 2024, Maestros de la felicidad,
una obra didáctica, rigurosa y de una encomiable amenidad, Rafel
Narbona nos decía aquello de que:
“La
comprensión no es un ejercicio de afinidad sino una forma de distanciarse de
nuestra propia mirada”.
Comprender para evitar el horror, comprender desde la mirada de los otros, la mirada de todos.
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