Mi abuelo Gaspar; por Manuel Rodríguez


Tendría yo seis o siete años cuando visitaba a mi abuelo en su casa del barrio y él me colocaba frente a su figura sentada en un sillón esquinado. A mi abuelo le gustaba el flamenco y me regalaba unos duros si me aprendía una copla y se la cantaba flojito. Mientras me la repetía para que la memorizara movía sus manos y tamborileaba sobre la mesa de madera. Ese tamborileo me fascinaba, lo encontraba mágico, como un mantra sagrado. Recuerdo sus dedos, ya de hombre mayor, y la elegancia de sus arrugas y sus falanges retorcidas. Yo era un niño soso, retraído, ya con más vida fluyendo del alma a los pies que desde el pecho hacia los demás. Supongo que tenía los ingredientes necesarios para una infancia feliz, pero me convertí en un crío melancólico por los misterios del alma. Sin embargo, mi abuelo, con una vida dura y trabajada sobre sus espaldas, sí parecía feliz, alegre, satisfecho. Imaginé que esa dicha —quizás sólo inventada— provenía del tamborileo y que, de alguna manera, mi abuelo pretendía transmitírmela con esa copla, con esos duros que compraban la alegría de su nieto.

Todavía hoy, cuando me rebosa la melancolía, me sorprendo tamborileando sobre la mesa, mientras escucho una copla de Camarón y la remedo flojito (sin entender nada de flamenco, no como mi abuelo, que sí entendía), en el tono de voz que se emplea con los fantasmas que uno sabe que están ahí y te dan collejas o te acarician el pelo.

Mi abuelo se llamaba Gaspar Rodríguez y, de alguna misteriosa manera, lo siento dentro de mí.

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