Deconstruyendo 'El rayo que no cesa'
Escribir El rayo que no cesa
fue una hazaña de un hombre de apariencia vulgar que escondía en su interior de
madera de héroe muy humano a un auténtico poeta de época.
El español Miguel Hernández escribió los poemas que forman parte de la
edición que he leído de El rayo que no
cesa poco antes de la Guerra Civil española que le iba a matar, entre 1934
y el ya fatídico año 36. Pero no es exacto, al poeta orihuelano le mataron los
que ganaron la guerra y la provocaron directamente. Aunque esto no viene a
cuento a la hora de hablar de este poemario excelso, me he creído en la
obligación de hacerlo. Porque si uno lo lee sabiéndolo, uno se percata de lo
aborrecible de aquellos tiempos, de aquellos seres humanos capaces de acabar
con los días de cuantos se opusieran a sus intereses vetustos, miedosos, llenos
de un odio terrible. Aquellos tiempos en los que Miguel Hernández escribía la
dolorosa hermosura de sus poemas conmovedores.
Dicho esto, he leído El rayo que no
cesa como si tal cosa. Sin querer saber más de lo poco que sé sobre su
autor, tan escasamente muerto pese a llevar tantas décadas moribundo.
Espléndido en su altura de pequeño afinador de almas pequeñas.
Después de disfrutarlo muy lentamente, me entero de que este libro es
fruto de una inmensa crisis humana, la de su autor y sus manos de hombre
capaces de iluminarnos el “desplumar arcángeles glaciales” de una “nevada
lilial”.
Los
silbos
[...]
Deconstruyo también ‘El silbo vulnerado’, del que poco puedo decir que no
diga semejante reunión de sonetos de fuego y flor al que retitulo ‘Tu corazón,
una naranja helada’:
“Me huele todo el cuerpo
a recienhecho,
hace un olor que
enamora.
¡Cuánto penar para
morirse uno!
La tierra umbría
desde la eternidad está
dispuesta
a recibir mi adiós
definitivo
hecho una pura llaga
campesina.
Así me quedo yo solo y
maltrecho,
te me mueres de casta y
de sencilla,
yo te libé la flor de la
mejilla.
El fantasma del beso
delincuente,
(soy un) ángel en rebelión,
tengo estos huesos
hechos a las penas.
Adiós amor, adiós hasta
la muerte”.
El poema ‘El silbo de las ligaduras’ cierra la colección de sonetos ‘El
silbo vulnerado’. Sí, así es… Y acaba de esta manera:
“Cuando mi cuerpo vague
asunto ya del aire”.
El rayo
Y llegamos, llego yo, a los veintinueve poemas de lo que es propiamente
‘El rayo que no cesa’, el poemario que da título al libro que ha quedado
canonizado tal y como te describo. ‘El rayo que no cesa’, que yo he sido capaz
de dejar reducido a un único poema, al que podría llamar si me placiera ‘Mi
corazón vestido de difunto’:
“¿No cesará este rayo
que me habita?
Este rayo ni cesa ni se
agota.
Ir a tu corazón y hallar
un hielo.
¡Cuánto penar para
morirse uno!
Entro y dejo que el alma
se me vaya,
voy entre pena y pena
sonriendo,
te me mueres de casta y
de sencilla,
yo te libé la flor de la
mejilla
[¿de qué me suena a mí
esto?].
Quiero que vengas, flor,
desde tu ausencia,
una humedad de femenino
oro…
Adiós amor, adiós hasta
la muerte
[¿y esto otra vez?].
Como el toro he nacido
para el luto,
como el toro burlado,
como el toro,
mi corazón vestido de
difunto”.
[...]
Gracias, JLIS, por este bello artículo.
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