¿Jim Thompson llevaba un asesino dentro?
El asesino dentro de mí es desquiciante pero hay algo que no cuadra en lo que he
leído cuando la he leído. No creo que el escritor estadounidense Jim Thompson pretendiera conseguir
desquiciarme así. Y supongo que la traducción que he leído yo no es la mejor
posible.
Thompson escribió en 1952 esta obra, una de sus primeras
novelas. Si 1.280 almas, su novela de 1964, me llegó a fascinar cuando la
leí recientemente, esta suya muy anterior me ha decepcionado sin tener siquiera
en cuenta yo a la hora de pensar en ella ni cuándo la publicó ni si es uno de
sus libros más noveles.
En El asesino dentro de
mí, alguien le pregunta al protagonista
si sabe que hay muchas maneras de morir pero sólo una de estar muerto. Y es esa
conversación, por ejemplo, uno de los momentos de literatura-literatura de esta
novela que es evidentemente una novela escrita con pretensiones de alta
escritura, aunque sólo sea por la veta nihilista de Thompson, ineludible y
evidente.
“Era como si me
hubiera perdido y me encontraran”.
Esa es la única frase sobre la felicidad que trasciende de la
lectura de esta novela atormentada y atormentadora, en la que al igual que el
autor puede pensarla también puede decirnos (demasiado a menudo) cosas como
esta:
“Ese era mi
futuro: vivir y simpatizar con paletos”.
Porque de sí mismo, el protagonista de El asesino dentro de mí nos dice lo siguiente:
“Un
vulgar guardián de la paz en un pueblo del Oeste, ése era yo. De aspecto tal vez algo más afable que el término medio.
Con un poco más de personalidad, tal vez. Pero, en conjunto, francamente
vulgar. Era así y no podía cambiar. Y de precisar un cambio de apariencia dudo que
lo hubiera conseguido. Había fingido tanto tiempo, que ahora aquello era como
mi segunda naturaleza”.
Y de su enamorada:
“Simplemente
nos encontramos juntos como se encuentran dos ladrillos en una pared”.
Claro que de la mente del pirado que protagoniza esta novela
amarga pueden salir pequeños ensayos filosóficos con un atisbo de inteligencia
emocional (y literaria):
“Papá
siempre decía que le costaba mucho discernir lo que había de ficción en lo que
se denominaban hechos, para perder el
tiempo leyendo novelas. Decía que la ciencia ya era de por sí
suficientemente confusa sin necesidad de enturbiarla con la religión. Pero
también afirmaba que la misma ciencia podía ser una religión en sí misma, y que
hasta la mente más amplia corría el peligro de volverse mezquina. […]
Cuando
la vida llega a un momento crítico […], el mundo se convierte en un lugar de preocupaciones
inmediatas, del que se han barrido todas las ilusiones”.
Este protagonista desquiciado es capaz de recitar parte del
luminoso capítulo tercero del Eclesiastés a la persona que va a
matar (sí, no te adelanto acontecimientos, no olvides que lleva un asesino en
su interior, lo dice ya el título) y soltarle a continuación: “A mí me duele
más que a ti”. Sic. Y resic.
Y hay un momento en el que el lector de esta novela negra
negrísima lo ve todo resplandecientemente claro. Ese momento es cuando su
protagonista piensa y nos narra y nos dice:
“Era como si estuviera dormido
estando despierto y despierto estando dormido”.
Acabáramos.
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